La experiencia previa con otros coronavirus ha permitido a estos científicos obtener un mapa en 3D, además de diseñar y producir muestras de la proteína en cuestión
Cuando un virus infecta a su huésped, se adhiere a sus células a través de la unión de un conjunto de proteínas que actúan como piezas de puzle o llaves que solo pueden unirse a una cerradura concreta. Conocer a fondo cómo se produce esta adhesión es un paso esencial para el desarrollo de vacunas o tratamientos eficaces, pues el acople entre ambas estructuras es también el responsable de que se desencadene una respuesta inmunitaria hacia el patógeno.
Este es el motivo por el que, desde el mismo momento en el que se caracterizó y se secuenció el genoma de COVID-19, muchas miradas se posaron en las proteínas de espiga, utilizadas como llave por este y otros coronavirus, como el SARS o el MERS. Entre estas miradas se encontraban las de un equipo de científicos de la Universidad de Texas Austin, que ya contaban con una amplia experiencia precisamente en esos otros dos virus. Gracias a ello, han podido trabajar más rápido y determinar la estructura tridimensional de esta proteína de entrada, así como réplicas de la misma, que podrían ser de gran utilidad en el desarrollo de fármacos eficaces.
Cuando el coronavirus llama a la puerta
En un comunicado de su universidad, estos científicos explican que el estudio previo del SARS y el MERS les había permitido determinar técnicas muy eficientes para fijar sus proteínas, de modo que pudieran analizarse más fácilmente.
Gracias a esto, pudieron dirigirse concretamente a la proteína espiga, diseñando y produciendo muestras estabilizadas de la misma en solo dos semanas. Además, gracias a la tecnología punta de la que disponen en el nuevo Laboratorio Sauer de Biología Estructural del centro pudieron obtener un mapa tridimensional a escala atómica de ella. Lo hicieron a través de una técnica, conocida como microscopía electrónica criogénica, que consiste en congelar las muestras a -150ºC y bombardearlas con una corriente de electrones, de modo que se pueda registrar de qué forma rebotan y, así, reconstruir dicho mapa.
Este estudio, que se ha publicado recientemente en Science, apoya además las conclusiones de otras investigaciones anteriores; que apuntan a que, al igual que el SARS, el nuevo coronavirus se une a las células humanas a través de un receptor situado en ellas, llamado ACE2.
Pero este estudio ha permitido comprobar que, a pesar de penetrar en las células a través de la misma cerradura, COVID-19 tiene una afinidad por ella diez veces mayor. Esto explicaría por qué parece propagarse tan bien entre humanos, aunque sería necesaria más investigación para poder asumirlo con seguridad.
Curiosamente, y a pesar de todo lo que tienen en común, parece ser que los anticuerpos generados por los pacientes con SARS no serían válidos para personas afectadas por esta nueva enfermedad. Pero sí los de las más de 18.000 infectados que ya se han curado. Por eso, estos científicos han recopilado muestras de plasma sanguíneo de algunas de estas personas y han utilizado sus réplicas de la proteína espiga del coronavirus como si fuesen sondas, para seleccionar aquellos anticuerpos específicos, dotados con la capacidad de combatirlo.
Es un gran paso previo hacia la generación de vacunas. No obstante, en el comunicado llaman a la cautela y explican que, como mínimo, aún faltan varios meses para que sea posible obtener una. La carrera a contrarreloj continúa en laboratorios de todo el mundo. Por suerte, la epidemia parece estar aplacándose, gracias a la evolución natural del virus y a las estrategias de contención desarrolladas por los países afectados. Sin embargo, obtener la vacuna no deja de ser una necesidad, por lo que los avances como este continúan siendo una gran noticia.
Fuente: hipertextual.com