Cuando, a finales de abril de 2016, el último paciente de ébola de la epidemia de África occidental –un niño de dos años– salió de la unidad de tratamiento de Monrovia, en Libera, se respiraba una cierta esperanza cautelosa. Las últimas brasas de la plaga se estaban extinguiendo y había motivos para celebrar. Aun así, perduraba el miedo impotente a lo oculto. El ébola seguía acechando en alguna parte. No sabíamos dónde se escondía ni cuándo iba a volver.
Ahora ha resurgido en la República Democrática del Congo. El virus hizo su aparición en la zona rural del noroeste del país antes de propagarse a Mbandaka, una ciudad de casi 350.000 habitantes. Se cierne el peligro de una nueva epidemia.
El ébola es una enfermedad zoonótica, lo que significa que se puede transmitir de los animales a los seres humanos, a los que ataca de manera fulminante y virulenta. Debido a su implacable naturaleza, a menudo las personas somos el último eslabón de la cadena del virus. Un huésped que enferma de gravedad en un plazo demasiado breve y muere demasiado rápidamente, como es el caso de los humanos, acaba con la capacidad del microbio de pasar a un nuevo organismo. Para seguir siendo una amenaza, este necesita una guarida en la que cobijarse.
Los huéspedes de larga duración en los que el patógeno encuentra su plácido refugio se conocen como especie reservorio. Mientras que las especies reservorio ofrecen al ébola una morada segura, los seres humanos somos su retiro de lujo, un lugar en el que pasar sus últimos días a lo grande. El problema es que desconocemos dónde se encuentra esa morada. Si queremos estar alerta ante la reaparición del ébola, tenemos que descubrirla.
Por el momento, la búsqueda se ha centrado en las zonas boscosas de África, que albergan múltiples reservorios posibles. Tradicionalmente, las sospechas de culpabilidad han recaído sobre todo en los murciélagos, dado su solapamiento geográfico con los seres humanos y el hecho de que pueden portar la enfermedad sin presentar síntomas. A partir de los análisis de una amplia variedad de pequeños mamíferos, murciélagos, primates, insectos y anfibios, diversas especies de murciélagos frugívoros han resultado posibles candidatas.
Un estudio de 2005 publicado en Nature y dirigido por Eric Leroy realizó pruebas a más de 1.000 pequeños vertebrados de África central y halló evidencias de infección asintomática por ébola en tres especies de murciélagos frugívoros, lo cual lo llevó a pensar que tal vez estos animales –que a veces se cazan para consumir su carne– fuesen el reservorio del virus. Junto con el artículo se publicó un resumen del editor con este sucinto título: “El virus del ébola: no coman murciélagos”.
Pero no todo el mundo está convencido de que haya que echar la culpa a estos quirópteros. Algunos investigadores, como Fabian Leendertz, del Instituto Robert Koch de Berlín, trabajan con pruebas circunstanciales que apuntan al murciélago insectívoro Mops condylurus.
En la epidemia de ébola de 2014, la pista del primer caso de la enfermedad –o “caso índice”– condujo a un niño de dos años de Guinea que, al parecer, había estado en la oquedad del tronco de un árbol de cola cercano a su casa antes de caer enfermo. El árbol era un conocido nido de esta clase de murciélagos y un lugar de juego muy frecuentado por los habitantes de la vecindad. El niño murió en diciembre de 2013. En marzo, las autoridades alertaban a la población del brote incipiente. Sin embargo, cuando los investigadores llegaron en abril para examinar el árbol y su fauna, ya lo habían quemado.
También hay especialistas que orientan su búsqueda en otra dirección, ya que no acaban de creerse que los murciélagos sean los culpables. El virólogo Jens Kuhn, del Instituto de Alergia y Enfermedades Infeccionas de Estados Unidos en Fort Detrick, en el estado de Maryland, declaró a Nature que, en su opinión, los murciélagos viven demasiado cerca de los humanos. Si fuesen el reservorio, sería extraño que se hubiesen producido tan pocos brotes de ébola desde que se descubrió el virus hace 40 años.
El investigador cree más bien en otras dos posibilidades: los insectos o los hongos. Como explicó a National Geographic en 2015, su hipótesis es que el virus del ébola se descubrirá en un “huésped extraño”, y que tal vez se esconda en una garrapata o una pulga que pica intermitentemente a los murciélagos, de manera que el traspaso del virus de la fauna salvaje a las comunidades humanas solo se produce de vez en cuando.
No obstante, en general se considera que los murciélagos son la hipótesis más probable, a pesar de que muchas de las pruebas para incriminarlos son circunstanciales.
El hecho de que ciertas especies de murciélagos puedan ser portadoras del ébola es importante. Un cribado realizado en 1996, durante el cual los investigadores inyectaron virus vivos a 24 especies vegetales y 19 animales –como palomas, cucarachas, pequeños mamíferos y lagartijas–, descubrió que los murciélagos podían dar positivo por ébola durante al menos 12 días. Ningún ejemplar murió víctima del virus, y ninguna otra especie demostró ser un huésped tan eficaz.
Esta capacidad de portar el patógeno refuerza la idea de que los murciélagos podrían ser el escondrijo del ébola. Sin embargo, a falta de otras pruebas, no podemos asegurarlo.
La causa de que necesitemos estar seguros de ellos tiene que ver con la predicción y la prevención. Si conocemos la especie reservorio y su hábitat, podremos destinar recursos a las zonas de riesgo, ayudar a las comunidades locales a prepararse mejor, y acabar con la posible exposición al virus educando a las personas que puedan aventurarse en su territorio.
Y aquí es donde entra en juego la cartografía del “nicho zoonótico”.
Estos mapas son una manera de buscar patrones allí donde el ébola sale del bosque y se introduce en las casas que lo bordean. Tales situaciones se conocen con el nombre de “desbordamientos”. Si estudiamos los episodios de desbordamiento del ébola, podremos predecir mejor en qué lugares puede aparecer en el futuro.
Diversos investigadores, entre ellos el epidemiólogo espacial David Pigott, han combinado los valores de una serie de variables ecológicas, como la vegetación, la altitud y la presencia de la supuesta especie reservorio, con las coordenadas geoespaciales exactas de los casos índice para crear un algoritmo que determine qué comunidades pueden estar en peligro.
“Queríamos saber qué otros lugares de África podían encontrarse en la misma situación que Guinea en 2013 y principios de 2014”, explica Pigott, autor principal del mapa del nicho zoonótico del ébola en África. Entonces los médicos se encontraban con casos de infección por ébola, pero no los diagnosticaban correctamente “porque nadie pensaba que la enfermedad pudiese estar en circulación en esa zona”.
En este caso, la aparición del ébola en la República Democrática del Congo no ha cogido por sorpresa “Es una zona en la que suponíamos que podía producirse un brote”, declara Pigott.
Curiosamente, en su modelo la presencia de murciélagos no es el indicio más importante de que se va a producir un desbordamiento. Por el contrario, afirma el científico, el predictor principal de en qué lugar se va a presentar el ébola es el índice de vegetación.
La masa vegetal “puede influir en toda una serie de especies”, argumenta. Aunque en el modelo estaban incluidos los murciélagos, “en el perfil dominaba la vegetación”. En otras palabras: en las zonas que han experimentado un episodio de desbordamiento, existe un patrón crítico de cobertura vegetal que promete ser de gran ayuda para identificar en qué lugares puede existir el riesgo de que aparezca el ébola en el futuro.
Ahora bien, aunque la cartografía ecológica del nicho de origen puede ser útil para predecir desbordamientos, todavía hay otro escondite menos explorado a tener en cuenta: la gente.
El ébola tiene una capacidad increíble de adueñarse de los fluidos corporales de los hombres que han sobrevivido a la enfermedad incluso mucho después de que se hayan curado. De hecho, un estudio descubrió que más de la mitad de los hombres que sobrevivieron a la epidemia de África occidental daban positivo por ébola en el semen un año o más después de su recuperación. En un caso, el análisis arrojó un resultado positivo nada menos que 565 días después de la curación. Debido al riesgo de que se propague la enfermedad, se recomienda a los supervivientes que eviten tener relaciones sexuales sin protección hasta que su semen haya dado dos veces resultados negativos a la presencia del virus.
A pesar de ello, Pigott piensa que vale la pena no perder de vista que, históricamente, la mayoría de los brotes han ido acompañados por referencias al contacto entre seres humanos y animales. Uno de los próximos pasos de la cartografía es introducir datos procedentes de nuevos brotes a fin de definir con exactitud qué clase de interacción entre seres humanos y animales favorece la transmisión. “Disponer de más información será útil para determinar qué provoca en realidad el desbordamiento”, concluye el científico. La deforestación puede ser uno de los culpables.
“La otra gran incógnita en relación con los futuros brotes es durante cuánto tiempo es viable una ruta de transmisión”, añade. Es difícil incorporar la transmisión a través de los supervivientes a un modelo predictivo por la sencilla razón de que no sabemos cuánto tiempo pueden ser portadores del virus y seguir contagiándolo. Aun así, Pigott –entre otros investigadores– ha utilizado los mapas de los nichos zoonóticos como punto de partida para elaborar un modeloque prediga dónde es más probable que los desbordamientos originen una epidemia.
La posibilidad de que el ébola se transmita entre humanos significa que puede reaparecer sin que se haya producido un episodio de desbordamiento procedente de la selva. Además, implica que no hace falta estar cerca de una zona boscosa para contagiarse. Dada la persistencia del ébola en el semen, ahora tenemos que rastrear a este curioso malhechor por dos vías y buscar ambos patones de aparición en nuestras caóticas secuencias de datos.
En conclusión, para estar preparados para el ébola. tenemos que descubrir cómo se mueve el virus tanto en entornos naturales como urbanos y averiguar cuál es su caldo de cultivo y cómo se desborda, además de seguirle la pista hasta todos los lugares a los que se desplaza cuando no estamos mirando desde la cabecera de la cama del hospital. Tratándose del ébola, las incógnitas son demasiadas como para estar tranquilos.
Fuente: elpais.com