En un lugar privilegiado de la Abadía de Westminster, cerca de las tumbas de Isaac Newton y Lord Kelvin y al lado de quien fue su predecesor al frente del Cavendish Laboratory, Joseph John (J.J.) Thomson, yacen las cenizas de uno de los científicos más eminentes del prolífico siglo XX: el físico Ernest Rutherford, aunque su epitafio lo recuerda con el pomposo título de barón de Nelson que le concedió en 1931 el rey George V. Rodeado de las lápidas de próceres de las artes y las ciencias –Dickens, Häendel, Darwin…-, entre mármoles cerúleos y bajo la bóveda del templo londinense, es fácil que el visitante olvide los orígenes de Rutherford como uno de los 12 hijos de una maestra y un carretillero de la zona rural de Nueva Zelanda. También la infancia que vivió: la de un joven brillante y aficionado al rugby que debió encadenar varias becas para completar sus estudios.
Su humildad y humanidad acompañarían a Rutherford durante toda su vida y explican una de las grandes facetas del físico neozelandés: su increíble capacidad para alentar a otros genios. A Rutherford se le recuerda –entre múltiples méritos- por ser un pionero de la física nuclear y los trabajos en el campo de la radiactividad que desarrolló en Canadá, Manchester y Cambridge. En 1908 –cuando aún no había cumplido 40 años- recibiría de hecho el Premio Nobel de Química por “sus investigaciones sobre la desintegración de los elementos y la química de las sustancias radiactivas”. También fue, sin embargo, un imán para los científicos creativos y de gran talento, a los que supo comprender, orientar e incentivar en su labor.
En Marie Curie. Una vida por la ciencia, Adela Muñoz Páez resalta la “extraordinaria capacidad” del neozelandés para brindar a los jóvenes genios con los que se cruzaba “el espacio y el estímulo que necesitaban”. En esa faceta de su vida casi se puede considerar a Rutherford como “el profesor” de Premios Nobel.
En un momento u otro de sus carreras, alentó la labor de al menos una decena de futuros galardonados por la Real Academia de las Ciencias de Suecia en las categorías de Física o Química: Frederick Soddy (1921), Niels Bohr (1922), James Chadwick (1935), Otto Hahn (1944), Patrick Blackett (1948), Edward Victor Appleton (1947), Cecil Powell (1950), John Douglas Cockcroft (1951), Ernest Thomas Sinton Walton (1951) y Piotr Leonídovich Kapitsa (1978). El listado podría ser más amplio. Henry Moseley, por ejemplo, quien también se benefició de su influjo, se quedó a las puertas de la Academia al morir en la guerra.
Ingleses, daneses, rumanos, alemanes… cada uno con un origen distinto y –en más de un caso- con egos indigestos, excentricidades y temperamentos difíciles. El barón de Nelson supo ganarse el respeto de todos. Incluso a pesar de las diferencias de edades. A Soddy solo le llevaba 6 años, mientras que a Powell o Walton les sacaba más de 30.
En su web oficial, los Premios Nobel reconocen que Rutherford actuó como “un líder inspirador” en el Laboratorio de Cavendish, en Cambridge, y que ayudó a futuros galardonados en el camino “hacia sus grandes logros”. Como explicaría más tarde Charles Drummond Ellis –coautor, junto con Rutherford y James Chadwick de Radiaciones de las sustancias radiactivas—, “la mayoría de los experimentos en Cavendish se iniciaron realmente con su sugerencia directa o indirecta”.
Un físico premiado con el Nobel de Química
Ironías del destino, Rutherford no estaba muy satisfecho con el Nobel que él mismo recibió en 1908. El neozelandés se consideraba ante todo un físico y no encajó bien que le diesen el premio en la categoría de Química. Durante años bromeó con que la “transmutación” más sorprendente no era la de los átomos de nitrógeno al bombardearlos con partículas alfa, sino la que –por obra y gracia de los suecos— le hizo pasar a él de físico a químico. Solía burlarse de la preferencia de estos últimos por la experimentación frente al pensamiento abstracto del que hacían gala los físicos. “Si los químicos trabajaran menos y pensaran más, ¡qué avances tan portentosos podríamos ver en su ciencia en los próximos años!”, arengó en 1930 –recuerda Muñoz Páez— ante un auditorio de Oxford abarrotado… ¡De estudiantes de Química!
Al final de su vida, sin embargo, el galardón sueco de 1908 sería uno más en su amplio medallero científico. Entre 1926 y 1930 presidió la Royal Society y fue condecorado con la Orden del Mérito del Reino Unido en 1925. Obtuvo la Medalla Rumford, la Copley, la Albert, la Faraday, el Premio Bressa… Tras su muerte esas “preseas” de la ciencia se donaron a la Universidad de Canterbury. Su nombre bautiza centros repartidos por el mundo e incluso dos cráteres, uno en la Luna y otro en Marte. Su efigie se ha reproducido además en gran cantidad de sellos o el actual billete de 100 dólares neozelandeses.
Con sus logros, Rutherford consiguió alzarse como uno de los grandes nombres de la ciencia del siglo XX. Pionero de la física nuclear, dio forma al mundo subatómico al ordenar los hallazgos previos y deducir la primera explicación de la estructura del átomo. Al investigar la radiación descubierta por Becquerel identificó que estaba formada por dos componentes, a los que denominó radiación alfa y beta. Más tarde, en 1900, mientras trabajaba en Canadá, sumaría un tercer tipo, la gamma. Su modelo atómico fue su aportación crucial y -en palabras de John Gribbin- por él, “con toda seguridad, tendría que haber recibido un segundo Premio Nobel, esta vez el de Física”.
El barón de Nelson, el “primer alquimista con éxito”
En 1912 dio nombre al núcleo del átomo y apenas un lustro después –en 1919, el mismo año en que sucedió a J.J. Thomson al frente del Cavendish Laboratory- logró la primera transmutación artificial de un elemento, lo que lo convierte en opinión de Campbell en “el primer alquimista con éxito”. Lo logró tras descubrir que los átomos de nitrógeno bombardeados con partículas alfa se convertían en una forma del oxígeno, con la emisión de un núcleo de hidrógeno.
Junto con Hans Geiger ideó un contador que permitía detectar partículas alfa y que más tarde perfeccionaría el físico germano con ayuda de Walter Müller. A Rutherford se debe también un innovador sistema para los detectores de humos ideado en 1899 y que hoy permite proteger un buen número de vidas con las alarmas de incendios. La anécdota la cuenta Manuel Lozano Leyva en De Arquímedes a Einstein: quizás repantingado en su silla, mientras estudiaba cómo las radiaciones ionizaban los gases en su laboratorio de la Universidad McGill, en Quebec, el neozelandés encendió un cigarro, se lo llevó a los labios y exhaló una calada de humo sobre un tubo de medida. Sorprendido, comprobó los efectos que permitirían desarrollar uno de los sistemas que más ayuda a los bomberos de todo el mundo.
“Él es para el átomo lo que Darwin para la evolución, Newton para la mecánica, Faraday para la electricidad y Einstein para la relatividad”, señala John Campbell, profesor de la Universidad de Canterbury y autor del libro Rutherford Scientist Supreme. Ya el New York Times lo señala en un obituario de 1937 como “el principal explorador del vasto universo infinitamente complejo dentro del átomo, un universo en el que fue el primero en penetrar”.
Un defensor de la igualdad de derechos
Su trabajo en el laboratorio, en sus propias investigaciones y alentando las de los jóvenes talentos, no le impidió dedicarse a otras tareas. Durante la Primera Guerra Mundial trabajó para la Junta de Invención e Investigación del Almirantazgo Británico en métodos acústicos para la detección de submarinos. También abogó por aprovechar el talento de los jóvenes científicos en vez de enviarlos a morir a las trincheras. Uno de sus pupilos más brillantes y prometedores, Moseley, había fallecido con tan solo 27 años durante la batalla de Galípoli, en 1915. Un francotirador le acertó en la cabeza mientras el pobre físico inglés telegrafiaba una orden.
Durante toda su vida fue también un hombre orgulloso de las islas de Oceanía en las que había nacido. Su apoyo jugó un papel importante en la creación, en 1926, del Departamento de Investigación Científica e Industrial de Nueva Zelanda. La mejor prueba del amor que sentía por su tierra es que cuando ascendió a la nobleza le lanzó dos guiños en su escudo de armas: en él incluyó un ave kiwi y un guerrero maorí. La figura de Hermes Trismegisto y la leyenda “Primordia Quaerere Rerum” (“Buscar la naturaleza de las cosas”) enlazaban con el otro gran ingrediente de su identidad, su impulso científico.
Su influencia fue decisiva también para fundar la Academic Assitance Council, que ayudó a cientos de profesores e investigadores que tras el ascenso de los regímenes fascistas tuvieron que dejar sus países por sus razas, religiones u opiniones políticas. La institución -que estuvo presidida por el propio Rutherford- les ayudó a establecerse de forma temporal en universidades y colegios de Belfast, Bristol, Londres, Manchester… Igual de importante fue su defensa de los derechos de las mujeres. Su esposa, Mary Georgina Newton, era de hecho hija de una de las sufragistas que logró instaurar el voto femenino en Nueva Zelanda. En la Universidad de Cambridge abogó por que sus compañeras tuviesen los mismos derechos que los hombres. Trabó también una fuerte amistad con Marie Curie, de quien era admirador sincero.
Quizás más que su lápida en Westminster, las escuelas, infinidad de billetes y sellos que llevan su nombre o rostro… puede incluso que por encima de sus trascendentales aportaciones a la Física, lo más conocido de Rutherford sea la famosa anécdota del barómetro y el joven Niels Bohr que resalta la importancia de enseñar a pensar por sí mismos a los estudiantes. La historia, sin embargo –explica Francisco R. Villatoro— es apócrifa y se la debemos al ingenio de Alexander Calandra, profesor de la Universidad de Washington.
Fuente: hipertextual.com