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Las lecciones de los ‘tigres asiáticos’ para gestionar una pandemia correctamente

Las lecciones de los 'tigres asiáticos' para gestionar una pandemia correctamente

El coronavirus ha sido como un examen, y los países supuestamente más avanzados del mundo lo han suspendido claramente. La preparación previa, la comunicación abierta y el control de los contagios han sido las claves del éxito de China, Singapur, Hong Kong y Japón

Mi primer momento de pánico por el coronavirus (COVID-19) ocurrió una mañana de enero muy temprano. La escuela primaria de nuestro hijo nos envió un correo electrónico con el asunto «Información importante: lean por favor», solo unos minutos antes de que lo subiéramos al autobús escolar. Los padres de uno de sus profesores habían regresado de China hacía poco y se habían contagiado (resultaron ser los casos ocho y nueve de Singapur) y el profesor en cuestión, su hijo, estaba en cuarentena.

Singapur fue uno de los primeros países en sufrir el brote. En los meses que han pasado desde entonces, ver cómo el país pasaba de ser un punto caliente a un lugar relativamente seguro me ha resultado tranquilizador e inquietante al mismo tiempo. Singapur ha resistido con perseverancia contra un invasor que está resultando devastador en muchos otros países.

Los primeros comentarios occidentales sobre la pandemia se centraron en los errores del sistema autocrático chino, que ocultaba la gravedad del brote de Wuhan (China), algo que ahora sabemos que tuvo un coste catastrófico. Cuanto más se propagaba la epidemia, más evidente resulta que las democracias liberales occidentales también la han gestionado mal, sufriendo graves brotes que, quizás, hubieran podido evitarse.

Sin embargo, no tiene demasiado sentido pensar en la pandemia como en una especie de perversa prueba de vitalidad para regímenes liberales y autoritarios. En lugar de eso, deberíamos aprender de los países que han respondido de manera más efectiva: las democracias tecnocráticas avanzadas de Asia, un grupo antes conocido como los «Tigres asiáticos». En Occidente, el virus reveló chirriantes servicios públicos y división política. Pero Hong Kong, Japón y Corea del Sur lo han gestionado mejor, mientras que Singapur y Taiwán han mantenido la enfermedad casi completamente bajo control, al menos de momento.

Lecciones aprendidas

En parte, este escenario muestra los beneficios de la experiencia. Las «tecnocracias» asiáticas, como las denomina el pensador geopolítico Parag Khanna, sufrieron los brotes de SARS a partir de 2002 y otros sustos menores más recientes, como la gripe H1N1 en 2009. Aquellas dolorosas experiencias ayudaron a los planificadores gubernamentales a pensar en situaciones imprevistas, desarrollando planes de gestión de brotes y almacenando bienes esenciales. Taiwán acumuló millones de mascarillas quirúrgicas, trajes y respiradores N95 para el personal médico, y mantuvo decenas de millones más para la sociedad.

«Su prueba es positiva. La ambulancia llegará en 20 minutos. Prepare sus cosas».

También fue en parte gracias al SARS que los países asiáticos entendieron la necesidad de la acción rápida, como el director del Centro Nacional de Enfermedades Infecciosas de Singapur (NCID), Leo Yee Sin, señaló a principios de enero. En aquel momento, la COVID-19 todavía se veía como una «neumonía misteriosa». Alrededor de la región, los pasajeros de vuelos desde las partes afectadas de China fueron sometidos a controles de temperatura obligatorios. Cuando la crisis se agravó, esos vuelos fueron cancelados y hasta que las fronteras se cerraron por completo. Pero no todos los países siguieron el mismo modelo de respuesta: Hong Kong y Japón cerraron sus escuelas en seguida, mientras que Singapur las mantuvo abiertas. Pero todos actuaron rápidamente, mediante unas respuestas coordinadas y dirigidas por expertos.

Los Tigres Asiáticos también tenían nuevos centros de tratamiento, incluido el Centro Nacional de Enfermedades Infecciosas de Singapur (NCID), con 330 camas, inaugurado el año pasado, que se encuentra a 10 minutos en coche desde mi oficina. Un amigo, el caso 113 de Singapur, pasó allí varias semanas en marzo, después de haber contraído el virus en un viaje a Europa y de empezar a sentir síntomas en su vuelo de regreso a casa. Primero lo llevaron al centro para realizarle la prueba: «La situación era bastante posapocalíptica, con todos en trajes de plástico con grandes gafas y mascarillas, en salas llenas de separadores de plástico», explica. Luego le enviaron a casa para aislarse y esperar los resultados. Unas horas más tarde recibió una llamada. Mi amigo recuerda: «Me dijeron: ‘Su prueba es positiva. La ambulancia llegará allí en 20 minutos. Prepare sus cosas'».

La tecnología también era importante. China desplegó una extensa e invasiva vigilancia para controlar la propagación del virus, forzando a los gigantes tecnológicos a rastrear y monitorizar a cientos de millones de ciudadanos. Empezaron a aparecer nuevas aplicaciones, especialmente el Alipay Health Code, que asignaba a los usuarios una calificación verde, amarilla o roja, en función de sus registros de salud personales con la empresa. La aplicación, que compartía información con la policía y otras autoridades chinas, decidía quién debía estar en cuarentena y quién no.

Las democracias asiáticas tomaron rutas menos agresivas, monitorizando y manejando el brote con herramientas más básicas, como teléfonos, mapas y bases de datos. Singapur, en concreto, lanzó un sistema ejemplar de seguimiento de contactos, en el que los equipos centralizados de funcionarios rastreaban y contactaban a aquellos que podían haber sido afectados. Sus llamadas impactaban. Mientras uno estaba centrado en el trabajo, al minuto siguiente, el Ministerio de Salud lo llamaba por teléfono, informándole amablemente de que unos días antes había estado en un taxi con un conductor que posteriormente enfermó, o sentado junto a un contagiado en un restaurante. A cualquiera que recibiera esa llamada se le ordenaba firmemente que corriera a su casa y se aislara.

Esto era posible porque todas las personas contagiadas eran interrogadas durante horas. Mi amigo me contó: «Me sentaron y me preguntaron sobre mi viaje: todos los días, minuto a minuto. ¿Dónde fui? ¿Qué taxi tomé? ¿Con quién estaba? ¿Durante cuánto tiempo?» El proceso de seguimiento y localización fue laborioso pero produjo unos resultados impresionantes. Casi la mitad de las aproximadamente 250 personas contagiadas en Singapur a mediados de marzo se enteraron de que estaban en riesgo cuando alguien del Gobierno las llamó y se lo explicó.

Igual de eficiente fue el régimen de pruebas de Corea del Sur, que en enero obligó a las compañías médicas locales a colaborar para desarrollar nuevos kits y luego los distribuyeron enérgicamente, permitiendo a los planificadores realizar un seguimiento de la propagación de la pandemia. Corea del Sur había realizado los test a unas 300.000 personas a finales de marzo, aproximadamente la cantidad que Estados Unidos había hecho en aquel entonces, a pesar de que el país tiene una población seis veces mayor.

Comunicación clara

La transparencia fue otro factor de éxito, aunque quizás menos esperado en las sociedades más autocráticas de Asia. Es cierto que, al principio, la cobertura mediática fue más moderada y respetuosa en países como Japón y Singapur frente a otros como Reino Unido, donde se publicaban noticias con todo tipo de detalles que las autoridades públicas podían haber preferido minimizar, como los planes de abrir un tanatorio en el Hyde Park de Londres (Reino Unido).

No obstante, la comunicación abierta de los gobiernos ha sido un modelo consistente en las respuestas más exitosas de Asia. Singapur ponía avisos destacados en la primera plana en los medios de comunicación, incluidas las primeras campañas para evitar que los ciudadanos sin síntomas comprasen mascarillas quirúrgicas y limitaran el acceso a quienes de verdad las necesitaban. Taiwán y Corea del Sur proporcionaban datos fiables y abiertos a los ciudadanos, y sesiones informativas regulares en redes sociales.

A medida que la pandemia empeoraba, me tuve que ir a Estados Unidos, en el que se iba a convertir en mi último viaje durante bastante tiempo, atravesando los bosques de controles de temperatura y escáneres de calor corporal que se alineaban en los pasillos del aeropuerto de Changi (Singapur). Durante la semana que estuve ausente, recibía actualizaciones objetivas y serenas a través de WhatsApp aproximadamente tres veces al día por parte del Gobierno de Singapur. En ellas, me daban detalles sobre los nuevos casos y las respuestas que las autoridades estaban dando.

Este enfoque de información abierta fue otra de las lecciones que aprendieron de las crisis anteriores. Durante la crisis del SARS, así como con el brote de 2015 del síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS), los gobiernos de países como Corea del Sur fueron criticados por ocultar información y dañar la confianza pública. Esta vez parecían haber decidido que las actualizaciones frecuentes por parte de los políticos y expertos en salud eran una técnica más efectiva contra la desinformación viral.

No insinúo que todo haya sido perfecto. Japón no respondió bien a la llegada del crucero Diamond Princess a Yokohama (Japón), igual que Estados Unidos, y desde entonces se ha enfrentado a preguntas constantes sobre su falta de equipos de prueba.

El Gobierno de Hong Kong también fue muy criticado, sobre todo tras las protestas callejeras que erosionaron gravemente la confianza de su población. Sin embargo, los ciudadanos han mostrado una extraordinaria voluntad de autoaislamiento, en parte, porque tal vez desconfían de la capacidad del estado para resolver la crisis quizás, y no tanto porque obedezcan sus órdenes dócilmente.

De hecho, los ejemplos de Hong Kong y Taiwán, que también es una democracia obediente, desmienten la idea de que las naciones asiáticas han afrontado con éxito la crisis porque sus ciudadanos son más obedientes que los italianos de espíritu libre o los norteamericanos. Esta idea representa los incómodos ecos de un viejo debate racista sobre las llamadas culturas «confucianas», que pensadores como el politólogo estadounidense Samuel Huntington describieron como jerárquicas, ordenadas y que tienden a valorar la armonía sobre la competencia. Al igual que cuando se habla de la «gripe china» o de los repentinos brotes de sinofobia en las esquinas de las calles estadounidenses, esta línea de pensamiento nos muestra poco acerca de por qué algunos países tuvieron un buen desempeño y otros no.

La clave está en la preparación

El pasado octubre la Unidad de Inteligencia de The Economist publicó un extenso informe que clasificaba a los países en función de su nivel de preparación para una epidemia mundial. Estados Unidos ocupó el primer puesto, seguido de Gran Bretaña y los Países Bajos; Japón y Singapur estaban en los puestos 21 y 24, respectivamente. No obstante, queda claro que esta clasificación estaba completamente equivocada.

Asia ha dado muchos ejemplos de políticas efectivas, desde la rápida construcción de hospitales en China y las pruebas enérgicas de Corea del Sur hasta el rastreo de contactos y la comunicación pública y abierta de Singapur. Mientras, en Occidente, los gobiernos que parecían estar bien situados para dar una respuesta rápida han actuado de manera deficiente.

El hilo conductor que unió a los países que lo gestionaron bien fue que, independientemente de su nivel de democracia, eran estados fuertes, tecnológicamente capaces, y en gran medida no obstaculizados por las divisiones partidistas. La salud pública impulsó la política, y no al revés.

Las economías liberales occidentales descuidaron el tipo de capacidad estatal en materia de salud pública y la preparación para pandemias que los estados asiáticos llevan años reforzando en silencio.

Es probable que la verdad se revele cruelmente a medida que el virus se propaga a otros sitios de Asia, y particular en lugares como India y África subsahariana, donde la capacidad del estado es notoriamente débil.

Muchos de esos países han intentado introducir confinamiento entre sus poblaciones, como lo hicieron las economías avanzadas antes que ellos. Pero aunque logren retrasar la propagación del virus, no cuentan con sistemas de salud sólidos, y mucho menos con el tipo de pruebas y rastreo de contactos que han garantizado la seguridad en gran parte de Asia.

Es posible que la ventaja asiática no perdure en las próximas fases de la crisis de COVID-19, ya que el enfoque cambia hacia la gestión de la dramática recesión económica, un área donde muchas administraciones occidentales tienen reciente experiencia a raíz del colapso en 2008. Varios gobiernos como los de España, Gran Bretaña y Estados Unidos ya han presentado considerables paquetes de estímulo. Pero es innegable que, mientras luchaban por recuperarse de aquella crisis financiera, las economías liberales occidentales descuidaron sus capacidades estatales en áreas como la salud pública y la preparación para pandemias que los estados asiáticos han ido reforzando en silencio. El coronavirus ha sido un examen, y los países supuestamente más avanzados del mundo lo han suspendido claramente.

Todo esto es perjudicial para la reputación global de las democracias occidentales. Y China ya está utilizando su fracaso para sugerir la superioridad de su modelo autocrático de gobierno. Esa sería una mala lección para aprender. Lo que importante, en cambio, es la nueva división entre dos tipos de países: los estados capaces de planificar a largo plazo, actuar con decisión e invertir para el futuro, y los que no.

Fuente: technologyreview.es

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