En la novela Exilios y Odiseas: la historia secreta de Severo Ochoa, analizo dos aspectos polémicos del Premio Nobel: los errores en la selección de los candidatos y el sexismo. La historia de la ciencia podría ser la historia del conocimiento y del intelecto como productor y consumidor de ciencia, y esa historia podríamos relatarla sin necesidad de mencionar un solo científico. Una afirmación exagerada, pero en los tiempos de Severo Ochoa el progreso se narró casi sin nombrar científicas, que fueron víctimas del efecto Matilda. Como recordamos, este fenómeno, descrito por Rossiter, consiste en la falta de reconocimiento del trabajo científico de las mujeres, y el desvío de los créditos hacia sus colegas varones. Durante los primeros 85 años del Nobel de Medicina, el efecto Matilda marcó la selección de los laureados: de los 144 premiados solo cuatro fueron mujeres.
Entre los casos más flagrantes de científicas excluidas por Suecia se encuentra Lise Meinert, que se exilió de la Alemania nazi mientras su jefe, Hahn, colaboraba con Hitler. Ella desde el exilio descubrió, usando datos que le había mandado Hahn para conocer su interpretación, que el bombardeo de uranio llevaba a la fisión nuclear, un fenómeno desconocido hasta entonces. Hahn, que había sido arrestado por los aliados y trasladado a Inglaterra, recibió en la granja donde se encontraba prisionero la noticia de que había ganado en solitario el Nobel de Química de 1944. Chien-Shiung Wu mereció ir a Estocolmo por su estudio de la Ley de Paridad, pero sus dos compañeros varones viajaron sin ella. Ni Annie Jump Cannon, que encontró un sistema lógico de clasificar estrellas, ni la genial matemática Emmy Noether, cuyos métodos propiciaron el avance de la física, fueron invitadas en la fiesta sueca. Jocelyn Bell Burnell durante sus años de estudiante observó por primera vez los púlsares, estrellas de neutrones de rotación rápida, y su director de tesis ganó el Nobel. Incluso Marie Curie, que recibió dos veces el honor sueco, sufrió una ridícula persecución durante la nominación de su segundo Nobel cuando Suecia investigó un rumor sobre su vida privada.
Más cercano a Severo Ochoa es el caso de Rosalind Franklin, la científica cuyos descubrimientos fueron clave para resolver la estructura del ADN. En un capítulo notable de la historia de la infamia, Watson entró subrepticiamente en el despacho de Franklin para espiar los análisis de difracción de rayos X, plasmados en la espectacular Fotografía 51, donde se podía apreciar que el ADN era, efectivamente, una doble hélice. Por si eso fuese poco, Watson en el superventas La Doble Hélice dedicó a Rosalind párrafos teñidos de un machismo denigrante. Rosalind murió de cáncer de mama antes de que sus descubrimientos fuesen reconocidos con el Nobel, así que no acudió a Suecia con Watson y Crick, y fue sustituida por su jefe, Wilkins, al que nunca había respetado como experto en el tema. Durante la ceremonia, ninguno de los tres varones se dignó nombrarla.
Hay quien ha querido comparar el caso de Rosalind Franklin con el de Marianne Grunberg-Manago. Grunberg-Manago era miembro del equipo de investigación de Severo Ochoa, participó en la identificación de la polinucleótido fosforilasa y firmó como primera autora los artículos que publicaban este descubrimiento. A pesar de ciertas deficiencias en la reacción (la enzima producía ARN sin un molde de ADN y la reacción era espontáneamente reversible), Grunberg-Manago y Ochoa creyeron que la fosforilasa sintetizaba ARN. Poco después, Arthur Kornberg, también discípulo de Severo Ochoa, purificó la enzima ADN polimerasa responsable de la síntesis de ADN. Estos descubrimientos propiciaron que cualquier laboratorio del mundo pudiese disponer de ARN y ADN en su laboratorio. Estas dos moléculas eran consideradas fundamentales para entender la genética, los virus, la síntesis de proteínas y muchos otros mecanismos celulares y Estocolmo otorgó, con una rapidez inaudita, un Nobel a la síntesis de los ácidos nucleicos. Los laureles fueron para Ochoa y Kornberg y excluyeron a Grunberg-Manago. La inclusión de Grunberg-Manago no solo hubiese sido lógica, sino que hubiese encajado con la tendencia de escoger tres ganadores en cada premio.
Además de Grunberg-Manago, otras tres mujeres en el campo de la investigación biomédica merecen mención. Esther Lederberg estudió con su marido el material genético de las bacterias y los virus, pero el galardón recayó en su marido. Nettie Stevens que demostró que los cromosomas determinan el sexo, no fue considerada suficientemente profunda por sus colegas. Finalmente, Bárbara McClintock, quien propuso la asombrosa teoría de los transposones, recibió los laureles una vez superada la esperanza de vida de las personas nacidas en los albores del siglo XX.
Las ‘desgracias’ del Nobel
León Tolstoi, quien según muchos debió haber ganado el primer Nobel de Literatura, consideraba que el dinero que venía de Suecia solo podía acarrear desgracias. En el caso de Severo Ochoa esto probablemente estuvo a punto de ser verdad porque, poco tiempo después de volver de su visita triunfal a Estocolmo, se demostró que la polinucleótido fosforilasa no sintetizaba ARN. Esto generó una situación controvertida: los científicos que descubrieron la enzima ARN polimerasa, realmente responsable de la síntesis, eran merecedores del Nobel, pero el diploma se había otorgado previamente a Severo Ochoa. Para más inri, se demostró que la función en las células de la polinucleótido fosforilasa era la degradación del ARN.
Como sucede muchas veces en la historia de la ciencia, los hechos son enrevesados y los errores propician los avances. Después de la síntesis del ARN, el siguiente paso en esta línea de descubrimientos debía consistir en descifrar el código genético, es decir, descubrir los mecanismos mediante los cuales el ARN codifica la formación de proteínas. Marshall Nirenberg abrió la puerta al futuro al demostrar que el triplete de tres uracilos codificaba el aminoácido fenilalanina. Ahí comenzó una carrera vertiginosa en la que tanto Severo Ochoa como Nirenberg utilizaron la polinucleótido fosforilasa, descubierta por Grunberg-Manago, para descifrar los tripletes que codificaban todos los aminoácidos. Este avance tuvo una gran importancia porque instauró definitivamente la biología molecular como una herramienta útil para entender el funcionamiento de las células. Estocolmo, que después de haber ignorado los estudios de Avery sobre el ADN, trataba de rectificar y potenciar la nueva y pujante rama de la bioquímica, decidió premiar a Marshall Nirenberg y a otros dos científicos en 1968.
Lamentablemente, Severo Ochoa quedó fuera de la triada ganadora sin que nadie pueda explicarse las razones. Sus descubrimientos fueron del mismo calibre que los de Nirenberg, y este utilizó extensivamente la polinucleótido fosforilasa en sus experimentos. Las deliberaciones que preceden los homenajes se mantienen secretas durante cincuenta años. Esta cuarentena sueca para el premio al código genético se cumplirá el año que viene. Es por lo tanto posible que muy pronto podamos entender por qué Severo Ochoa no fue incluido en el Nobel de 1968. Ciertamente, sería inaudito pensar que el luarqués no fue nominado porque el descubrimiento no podría haberse conseguido, o al menos nunca podría haberse conseguido tan rápido, sin sus contribuciones metodológicas e intelectuales. Esta es la materia de la que se nutre Exilios y Odiseas.
Fuente: elpais.com