¿Qué pasa cuando una máquina aprende a leer y a escribir su propio manual de instrucciones? Esta es la pregunta que quiere responder con su último libro Siddhartha Mukherjee (Nueva Delhi, India, 1970), ganador del Pulitzer en 2010 por su biografía del cáncer: El emperador de todos los males. En El gen: una historia personal (Debate), este oncólogo entrelaza tres narraciones como en una triple hélice: una íntima, en torno a su propia familia, afectada por enfermedades mentales hereditarias; una historia que sigue a los científicos y los experimentos que dieron lugar a la genética moderna; y una llamada de atención sobre cómo pueden cambiar la sociedad las tecnologías derivadas de ese conocimiento y los debates necesarios para que no tengamos que arrepentirnos de lo aprendido.
A principios de este mes, en el mayor congreso de cáncer del mundo, en Chicago, Mukherjee planteaba en una conferencia frente a miles de médicos un ejemplo concreto de la relevancia de esta discusión. Los análisis genéticos han permitido descubrir mutaciones que pueden predisponer a sufrir un tumor y en muchos casos ha mejorado el pronóstico. Sin embargo, también se corre el riesgo de convertir el cáncer en una institución total en la que el paciente es “constantemente vigilado” y al que se le recuerda con demasiada frecuencia la amenaza de la muerte. Es un caso en el que el conocimiento del genoma puede condicionar la forma de vivir nuestra vida.
Pregunta. Los nazis utilizaron la poderosa idea de la genética para justificar sus delirios de limpieza racial y los soviéticos la rechazaron, negando toda evidencia científica, porque la consideraban una idea burguesa. ¿Reconoce ahora el uso de esta idea científica como justificación para determinadas ideologías?
Respuesta. La eugenesia privatizada no es distinta de la impuesta por el Estado. Lo único que cambian son los actores. Uno de los últimos dibujos en el libro [en el que aparece una familia china que solo tiene hijos varones] muestra lo que les pasa a las poblaciones humanas cuando privatizas la capacidad de las personas para tomar decisiones sobre las características genéticas de sus hijos. Que hayamos desmantelado la eugenesia estatal no significa que no seamos capaces de plantear las mismas elecciones individualmente, y es igual de peligroso.
P. Si logramos desarrollar una tecnología para mejorar a los humanos, haciéndolos más inteligentes o más guapos, ¿es posible evitar que la gente lo haga con sus hijos?
R. Creo que nos estamos deslizando lentamente hacia una nueva era. Hace tres meses, la Academia Nacional de Medicina de EE UU tomó una decisión muy interesante y muy importante. Se estaba debatiendo si las alteraciones genéticas podrían permitirse en espermatozoides, óvulos o embriones humanos. Hasta ahora, en Occidente, hemos decidido que la ingeniería genética es aceptable en células humanas siempre que no cambies permanentemente el genoma humano. Si en tu cuerpo cambias las células de la sangre o las neuronas o las células del cáncer, todo esto no hace que los cambios se conviertan en una parte permanente del genoma humano.
Con Crispr y otras tecnologías estamos llegando a un punto en el que nos podemos preguntar si deberíamos editar el genoma humano de forma permanente. Y la academia decidió que se permitiría. Pero hay un par de limitaciones. La primera, que debería haber una relación causal entre el gen y el objetivo que tratamos de alcanzar. La mayoría de los rasgos humanos tienen su origen en varios genes, efectos ambientales, la casualidad… Pero algunos son muy autónomos y para esas enfermedades en las que hay una causa directa entre el gen y la enfermedad podríamos hacer estos cambios permanentes.
La segunda limitación es más complicada. Dice que se permitiría realizar estos cambios si hay un sufrimiento extraordinario que se quiere evitar. Pero, ¿sufrimiento extraordinario según quién? ¿Quién va a poner los límites? ¿Es un sufrimiento extraordinario ser mujer en una sociedad donde pueden enfrentarse a una discriminación terrorífica? ¿Definiríamos el sufrimiento extraordinario de acuerdo con una enfermedad? ¿La definiría preguntando a la gente si están sufriendo, si quieren seguir viviendo así? Es una decisión muy complicada y al final tiene que ver con quienes somos, con cómo nos definimos.
P. Usted habla en el libro de los problemas mentales hereditarios que ha sufrido en su familia. Si tuviese la posibilidad de eliminar con edición genética ese problema, ¿no lo haría?
R. No tengo ninguna duda de que en el futuro será posible encontrar la relación entre enfermedades como la esquizofrenia o el desorden bipolar y quizá 10 o 20 variantes de genes que en combinación pueden predecir que tu riesgo de sufrir esa enfermedad se multiplica 10 o 20. Una vez que empecemos a conocer estas combinaciones, ¿qué vamos a hacer?
Imagine un experimento en el que secuenciamos 10 o 15 millones de genomas humanos y después para cada uno de estos 15 millones registramos las vidas de estas personas. Luego utilizamos técnicas de computación para cruzar esta información y empezamos a entender bien cómo estas combinaciones de genes o incluso la combinación de esos genes con factores ambientales incrementan o reducen el riesgo de sufrir determinadas enfermedades. Y al final puedes imaginar cómo en una familia como la mía 10 variantes genéticas en combinación multiplican por 10 el riesgo de una enfermedad horrible. ¿Secuenciaría el genoma de sus hijos para ver cuál carga con este riesgo?
P. Si puedo hacer algo al respecto, seguramente sí. Pero si no, preferiría no saberlo.
R. Depende de lo que consideres poder hacer algo al respecto o cambiar algo. Una de las posibilidades, de la que dispondremos pronto, puede ser algo como seleccionar embriones y solo implantar los que no tienen determinadas combinaciones de genes.
P. Pero ya hacemos eso, ya casi no nacen personas con síndrome de Down.
R. Cierto, lo hacemos ya con trisomías, pero podríamos hacerlo con particularidades genéticas mucho más sutiles. Creo que eso lo veremos en diez o quince años.
P. ¿Y le parece bien?
R. No estoy seguro de que tengamos ni la comprensión científica ni la humanística de lo que va a pasar una vez que empecemos a adoptar estas tecnologías. Creo que el público cree que los genes producen rasgos, que son iguales a rasgos, y claramente ese no es el caso. Ahora sabemos que para la mayoría de los rasgos humanos lo habitual es que varios genes interactúen y que el entorno desempeñe un papel muy importante. Tampoco creo que tengamos una comprensión humanística sobre el tipo de mundo en el que viviremos una vez que empecemos a llevar a cabo este tipo de manipulaciones. ¿Qué pasaría si estas tecnologías solo estuviesen disponibles para la gente rica? Tendríamos una sociedad que no solo estaría divida por una brecha económica sino que las nuevas tecnologías crearían una subclase genética. Me parece que ese peligro es enorme. No soy pesimista sobre el poder de utilizar estas tecnologías genéticas tan potentes para curar importantes enfermedades, pero también creo que todos deberíamos parar a pensar antes de avanzar con demasiada ligereza hacia ese futuro.
P. Cuando se habla de edición genética, parece aceptable emplearla para curar una enfermedad, pero plantea más dudas si se quiere mejorar a alguien que ya está bien.
R. Lo que estás preguntando es dónde está la frontera entre la enfermedad y la normalidad. Esa línea ha cambiado durante nuestra propia vida. La homosexualidad se consideraba una enfermedad hace poco. Veinte años después, en occidente, nos hemos dado cuenta de que es fundamentalmente una variación humana. En muchas sociedades aún se considera una enfermedad, te matarían por ella. Las líneas entre la normalidad y la enfermedad son flexibles. La pregunta es cómo empezaremos a saber qué significa sufrimiento extraordinario para ti. ¿Quién lo va a definir? ¿Va a hacer el Estado una lista?
No conozco las respuestas, pero sí sé que no corresponde a los científicos responder a estas preguntas solos. Estamos capacitados para desarrollar una tecnología, para explorar la naturaleza y crear nuevas tecnologías. Pero no estamos preparados para comprender las inmensas implicaciones de estas tecnologías, en particular del genoma humano, que es lo más humano que poseemos. Nuestra decisión para intervenir en él no puede ser tomada solo por científicos. Tiene que ser un proceso político mucho más amplio. Y para hacer eso necesitamos el vocabulario, los antecedentes, la historia, y necesitamos comprender las limitaciones y pensar sobre el futuro. De eso va este libro.
P. Jennifer Doudna, una de las creadoras del sistema de edición Crispr, ha planteado que es una suerte que no conozcamos con detalle el origen genético de rasgos complejos como la inteligencia porque eso hace imposible un programa de mejora humana. ¿Hay conocimientos que es mejor no alcanzar?
R. Yo también tengo un conflicto con esa pregunta. Creo que plantear que cierto conocimiento es peligroso empuja inmediatamente a alguien a buscarlo y diseminarlo, lo hace más seductor. Por otro lado, creo que hay ideas que son fundamentalmente peligrosas y necesitamos una comprensión profundamente humanística de esas ideas antes de comenzar a explorarlas como si fuese algo sin mayor relevancia.
Un ejemplo: la inteligencia es un concepto popular con una larga historia, que en parte también es despreciable. Despreciable porque una de las capacidades que querían medir y mejorar los nazis era justo esa. Pero ahora es un concepto popular, lo utilizamos en conversaciones informales. Cuando los científicos utilizan la palabra inteligencia, tienen que tomar ese concepto y hacer un código y convertirlo en algo que se pueda definir y medir. En el momento en el que digamos que la inteligencia es algo sobre lo que no se puede hablar, algunos científicos van a decir: No, voy a trabajar justo en ese problema.
Lo que quiero hacer con este libro es dar un paso atrás y pensar en el linaje de este concepto popular del gen, de dónde viene, cómo se utilizaba en el pasado, si lo estamos utilizando con precisión cuando un científico o una científica transforma ese concepto popular en una medida.
Mi idea no es restringir el conocimiento, no creo en eso, mi idea es explorar desde lo fundamental cómo obtenemos el conocimiento, lo que significan las palabras. Para que cuando empecemos a utilizar palabras como inteligencia reconozcamos que hay una historia detrás del uso de esa palabra en la ciencia y que si vamos a tener un debate público pediría que paremos un segundo y hablemos sobre la transformación de un concepto popular en una medida científica. Porque si no reconocemos esa transición, cometeremos un montón de errores horribles. No quiero restringir el conocimiento sino reconocer la anatomía del conocimiento.
Fuente: elpais.com