El 2 de agosto de 2007, tres exploradores rusos se introdujeron en el interior de un sumergible bajo el grueso hielo marino del Polo Norte. Tras descender 4300 metros y alcanzar el fondo oceánico, desplegaron un brazo robótico y clavaron en los sedimentos una bandera rusa hecha de titanio. Después de emerger y regresar al rompehielos nuclear de apoyo, Artur Chilingárov, líder de la expedición y miembro del Parlamento, declaró a un periodista de la agencia rusa Itar-Tass que se hallaba a bordo: “Si dentro de cien o mil años alguien baja al punto donde nos encontrábamos, verá allí la bandera rusa”. El presidente Vladimir Putin telefoneó al barco y expresó sus felicitaciones.
Al geofísico canadiense David Mosher no le impresionó la noticia cuando la escuchó en su despacho del Instituto Bedford de Oceanografía, en Nueva Escocia. Echó un vistazo a un pequeño fragmento cilíndrico de barro seco y denso que reposaba sobre su estantería: era el segmento de un testigo de sedimentos de unos 13 metros que había sido extraído de aquella misma área del fondo oceánico en 1991, cuando Mosher realizaba su doctorado en la Universidad Dalhousie, en Halifax. El investigador se había adentrado en la región junto con otros 40 científicos de todo el mundo en dos rompehielos procedentes de Alemania y Suecia. Con el fin de perforar el terreno y sacar la muestra de sedimento, enviaron al fondo marino un extractor de testigos. “Nosotros no colocamos ninguna bandera”, repara Mosher. “Hicimos un agujero para que los rusos pusieran una.”
Colocar aquella bandera fue una hazaña política destinada sobre todo a levantar la moral rusa en un momento en el que el país atravesaba una profunda recesión. Pero la osada declaración sobre el Polo Norte dejó claro a los otros cuatro Estados con costas en el Ártico que había llegado el momento de reivindicar cualquier zona del fondo marino sobre la que se considerasen soberanos.
Uno de esos países, Noruega, iba en cabeza. Un año antes había entregado mapas y datos geológicos de tres secciones del fondo oceánico a la Comisión de Límites de la Plataforma Continental (CLPC), el órgano internacional que revisa este tipo de reivindicaciones y determina si los criterios científicos se han aplicado como deben. El reino de Dinamarca, que incluye Groenlandia, tardó unos años más, pero en 2014 entregó un voluminoso conjunto de documentos donde reclamaba una sección del fondo ártico de 900.000 kilómetros cuadrados. Rusia facilitó los suyos en 2015, con datos relativos a una extensión de 1,3 millones de kilómetros cuadrados (unas dos veces el tamaño de Francia) que se solapaba con más de la mitad del terreno reclamado por Dinamarca.
En mayo de este año, un equipo canadiense dirigido por Mosher, hoy profesor de geofísica en la Universidad de Nuevo Hampshire, entregó a la CLPC 2100 páginas de texto, coordenadas y medidas obtenidas con sónares, gravímetros y testigos de roca. Según esos datos, a Canadá le pertenecerían 1,1 millones de kilómetros cuadrados del fondo oceánico, correspondientes a un área que se superpone en gran medida con las reivindicadas por Rusia y Dinamarca. EE.UU., el quinto país con costas en el Ártico (a lo largo de Alaska), no presentará su propuesta al menos hasta 2022, pero se espera que su territorio se solape con el reclamado por Canadá.
Fuente: investigacionyciencia.es