La vida en los ríos está cambiando. El ritmo de descomposición de la materia orgánica que llega hasta ellos se está viendo trastocado por el aumento de la temperatura y la mayor disponibilidad de nutrientes. Usando lienzo (el que utilizan los pintores), centenares de científicos han medido la ratio en la que el detrito vegetal se degrada en más de 500 cursos de agua de los seis continentes. Además de lograr un método estándar y válido para todo el planeta, los autores de esta enorme investigación han detectado los patrones globales por los que el carbono presente en hojas y demás residuos vegetales se libera en la atmósfera en forma de CO₂ o queda atrapado en el fondo de lagos y mares en los que mueren los ríos. El primero de los caminos acelera el cambio climático, el segundo, ayudaría a frenarlo.
Si los mares son las arterias del sistema circulatorio del planeta, los ríos son sus capilares. Hasta ellos llegan ingentes cantidades de materia orgánica desde los ecosistemas terrestres. Se estima que unos 720 millones de toneladas al año. Este detrito vegetal tiene varios destinos en su camino al mar. Buena parte queda incorporado en los microorganismos que lo degradan, en los microbios que se alimentan de los restos de plantas y forman la base de la cadena trófica, del ciclo de la vida. En este proceso de degradación de compuestos vegetales en sus componentes esenciales, llamado catabolismo, buena parte se libera en la atmósfera como dióxido de carbono o como metano, un gas de efecto invernadero mucho peor que el primero.
Un tercio de esos millones de toneladas acaba atrapada en las terminales de los ríos, como son las zonas inundables, los lagos y, en especial, los océanos durante décadas, siglos o milenios. El reparto depende del ritmo de descomposición, cuanto más rápida, menor porcentaje que queda atrapado y se mineraliza. Pero medir el ritmo de descomposición y hacerlo de forma universal y comparable parecía imposible. En él intervienen decenas de factores muy dependientes de condiciones locales, desde la acidez del suelo hasta la temperatura, pasando por las características de la hoja a degradar o los microorganismos existentes. Ahora, más de 800 experimentos en centenares de cursos de agua han encontrado, primero, un modelo para predecir la descomposición y después, con él, los patrones globales que la gobiernan. Y han liberado el modelo para su uso por el resto de científicos de su ámbito.
“Globalmente, se espera que el aumento de temperatura favorezca la descomposición microbiana”
Luz Boyero, investigadora y colíder del Grupo de Ecología de Ríos de la Universidad del País Vasco
Del más de un centenar de variables que midieron en el trabajo, publicado en Science, comprobaron que la temperatura y la disponibilidad de nutrientes están entre las que más críticamente afectan en la velocidad de descomposición. “La temperatura tiene un efecto directo en la descomposición microbiana, más o menos, según predice la teoría metabólica de la ecología”, recuerda Luz Boyero, del departamento de Biología Vegetal y Ecología de la Universidad del País Vasco y coautora de la investigación. La variable térmica podría explicar el principal patrón global que han observado: la ratio de descomposición orgánica aumenta a medida que baja la latitud. De ahí que los mayores ritmos de degradación las hayan encontrado en América central, África occidental (por donde discurre el gigantesco río Congo) o el sudeste asiático. “Pero la relación con la descomposición total no es tan directa”, añade Boyero. Lo que han observado es que mientras la temperatura media del aire parece no cambiar el ritmo de degradación, sí lo hace la temperatura del agua.
Otra variable crítica es la presencia de nutrientes. “La celulosa es básicamente carbono, pero para que la puedan degradar, los microorganismos necesitan de otros elementos no presentes en las plantas, como el nitrógeno o el fósforo”, explica el catedrático de ecología de la Universidad de Valencia, Antonio Camacho, cuyo grupo de investigación ha participado en el estudio aportando datos de ríos ibéricos de la cuenca mediterránea y (los únicos que lo han hecho) de cursos de agua de la Antártida. Buena parte de la revolución verde del siglo pasado y del continuo aumento de producción agrícola se debe al uso de fertilizantes. Pero buena parte de ellos acaban en los ríos o lagos, dopando sus ecosistemas microscópicos en un proceso conocido como eutrofización de las aguas, que se ha convertido en una amenaza global. El equipo de Camacho se fue a las cabeceras de los ríos para aislar la presencia natural de nutrientes de la antropogénica. “Así hemos podido determinar que la disponibilidad de elementos como el nitrógeno o el fósforo es crítica para la ratio de descomposición”, termina el catedrático.
Aunque intervienen muchos otros elementos, el impacto humano vía fertilizantes podría explicar algunos resultados del trabajo. La zona de los grandes lagos de América del Norte y los ríos de Europa central, estando en latitudes medias, degradan la materia orgánica casi al mismo ritmo que el río Congo o el Ganges, considerado uno de los más degradados del planeta. Mientras, las grandes masas de agua amazónicas, como el Orinoco o el Amazonas, tienen ratios comparativamente menores. ¿Qué tienen en común el Danubio y el Brahmaputra? Discurren por zonas densamente pobladas mantenidas por agricultura muy exigentes en fertilizantes. El patrón geográfico se completa con las latitudes más altas. Los ríos de Canadá, los países nórdicos y, en menor medida, los de Siberia, degradan la materia orgánica a un ritmo muy lento, solo superado por el observado el equipo de Camacho en un curso de agua en la isla donde se halla una de las bases antárticas españolas.
Hemos podido determinar que la disponibilidad de elementos como el nitrógeno o el fósforo es crítica para la ratio de descomposición”
Antonio Camacho, catedrático de ecología de la Universidad de Valencia
El estudio lo realizaron centenares de científicos usando lienzo. “Es un material estandarizado, con su porcentaje de celulosa y tensión del tejido determinados”, destaca Camacho. El lienzo se hace con fibras de algodón, ricas en celulosa, el polímero vegetal más presente en las plantas. Recurriendo a él, los científicos buscaban un método estándar válido para todo el planeta e independiente de variables locales. “La ratio de descomposición la determinamos con la pérdida de tensión de las tiras, indicación de que la celulosa se está degradando”, añade Camacho. El principal producto de esta degradación es el carbono. La repetición de estos experimentos con hojas de 35 géneros vegetales (unidos a datos previos de estudios locales) les ha permitido validar este método basado en la celulosa para predecir la ratio de descomposición de casi de cualquier río.
El director del Instituto Catalán de Investigación del Agua (ICRA, por sus siglas en catalán), Vicenç Acuña recuerda que “los árboles son un sumidero de CO₂, su madera retiene el carbono durante siglos, pero también están las hojas”. Ya sea por tratarse de caducifolios o por renovación natural de ellas, buena parte de la hojarasca acaba en los ríos. “Se creía que la mayoría acababa en otros sumideros de carbono, como el fondo de los lagos y océanos”, añade. “Pero ahora sabemos que se descompone en los ríos y el carbono llega a la atmósfera, retroalimentando el cambio climático”, completa. Para Acuña, encontrar un modelo como el de la celulosa para predecir el ritmo de este proceso en la práctica totalidad de los ríos es la gran aportación de este trabajo.
En la línea de Acuña y desde Estados Unidos, otro de los autores detalla de las consecuencias de estos cambios. David Costello, de la Universidad Estatal de Kent, dice que “una descomposición más rápida en los ríos significa que más CO₂ regresa a la atmósfera en lugar de moverse río abajo hacia lagos, estuarios y océanos, donde potencialmente podría quedar enterrado y almacenado a largo plazo”.
Fuente: techno-science.net