Mario Gensollen
Durante las semanas pasadas la comunidad científica mexicana estuvo en el foco de atención pública. A 31 científicas y científicos se les acusó de delitos graves, se intentó girarles órdenes de aprehensión para recluirlos en un penal de máxima seguridad, y se les denostó desde la tribuna mediática de las conferencias de prensa matutinas. A esto se suma el clima de generalizado ataque y cuestionamiento desde el gobierno a la comunidad científica, a las universidades públicas, a los centros de investigación, así como un nuevo reglamento que insta a quienes se dedican a la ciencia a guardar silencio y a no criticar las medidas impuestas desde la organización que gestiona los esfuerzos científicos y tecnológicos nacionales. No quisiera entrar en detalles que ya se han explorado en múltiples notas y columnas de la prensa nacional e internacional. Me interesa, no obstante, señalar una (y quizá la principal) razón política de este ataque -el antielitismo-, así como por qué este ataque es peligroso para la salud de nuestra democracia, como para intereses públicos de trascendencia.
México vive un clima de justificado antielitismo. Se entiende: las élites económicas representan hoy un pasado de corrupción al que más del 50% de quienes asistieron a votar se opuso en las elecciones presidenciales de 2018. Las élites también simbolizan la enorme brecha de desigualdad, los errores y limitaciones del sistema neoliberal mexicano, así como la intolerable pobreza en la que viven decenas de millones de mexicanas y mexicanos. Las élites también simbolizan un sistema que, en el mejor de los casos, encuentra su justificación en un arreglo social meritocrático. Pero la meritocracia no es un ideal igualitario, sino uno que busca muchas veces justificar atroces desigualdades. El presunto y generalizado mérito da como resultado a perdedores y perdedoras sociales, genera resentimientos y promueve emociones negativas en la sociedad. Por último, las élites también generan sospechas: ¿acaso siempre es justo que alguien se encuentre en la cúspide social? Sabemos que la enorme mayoría de las personas exitosas que pueblan las revistas sociales ocupan el lugar que tienen no debido a su esfuerzo: lo hacen debido a herencias, nepotismo, corrupción, etc. Hablar de capacidades no ayuda: algunas personas nacen con mejores condiciones naturales. Otras ventajas se adquieren por cuestiones de las que no son responsables: sus padres, amigos, el país y la ciudad en la que nacen y en la que viven, etc. Ya es hora de que entendamos que es la suerte y no el mérito la mayor responsable del discurrir de nuestras vidas. Es este clima de acendrado antielitismo el responsable de que se meta en el mismo saco a todas las élites y se desconfíe de ellas.
No obstante, salta a la vista un error. La comunidad científica es una élite, pero no una económica, social o política. Las y los científicos tienen sueldos altos relativos al resto de la población, quien recibe sueldos mayoritariamente injustos, pero que son incomparables a los de la clase económicamente privilegiada. Por el contrario, nuestras científicas y científicos no tienen sueldos competitivos con sus pares internacionales, por lo que la fuga de cerebros es algo cuando menos esperable. Tampoco son un grupo políticamente privilegiado. La clase política utiliza a la comunidad científica como un peón ideológico cuando coincide con sus intereses; y como una enemiga, cuando sus pronunciamientos resultan incómodos para quienes gobiernan. Tampoco son una élite social, aunque deberían serlo. La creciente desconfianza en la ciencia, incentivada desde arriba del escalafón político y económico, hace de la comunidad científica blanco de críticas, muchas carentes de sentido, pero que mellan en su reputación social. Esto resulta grave y atenta contra el interés público: si algo nos debiese de haber dejado claro la pandemia actual es que sin confianza en la ciencia muchas políticas públicas de trascendencia resultan ineficientes: mencionar los programas de vacunación o el uso generalizado del cubrebocas ya son tópicos comunes.
La comunidad científica es una élite epistémica: lo único que ello quiere decir es que genera conocimiento, creencias verdaderas, comprensión, y otros bienes similares, muchas veces relevantes para la resolución adecuada de problemas públicos. Pero, si no existe confianza en la ciencia, si desconfiamos de ella bajo premisas antielitistas, el beneficio social que nos puede brindar desaparecerá.
Escribo estas líneas con desazón, dejando en claro que no pertenezco ni he pertenecido a ningún partido político, y que carezco de preferencias partidistas a priori. Pero también dejo claro que mi apoyo es incondicional con mis colegas y pares, sean de universidades públicas o privadas, de institutos de investigación o independientes.
Fuente: lja.mx