Francisco J. Plou
Con lo tranquila que vivía en el limbo de la biotecnología, llegan unos científicos y me resucitan. Así como suena. ¡Qué falta de consideración con una dama como yo! Os preguntaréis quién soy. Pues una simple enzima, o como me gusta aclarar para darme más bombo, una proteína catalítica. En concreto, soy una «urato oxidasa», aunque mis amigas me llaman «uricasa» (Figura 1). Las uricasas estamos presentes en casi todos los seres vivos; por lo que a mí respecta, trabajaba para mis jefes los primates.
Desaparecí de la faz de la tierra hace unos veinte millones de años, en la época del Mioceno, en plena era del Neógeno, justo al terminar el Oligoceno. ¡Qué lío de nombres geológicos! Para entendernos mejor, mi final tuvo lugar en la era de los mamíferos, cuarenta millones de años después de que se extinguieran los dinosaurios. ¡Vaya petardazo cayó en la península de Yucatán al final del cretácico! Chicxulub, llamaron a ese meteorito, un nombre todavía más raro que el mío. Mirad que había sitios para impactar y tuvo que ser en México; ahora entiendo por qué cuando hablas con un mexicano fija un ojo en ti y el otro en el cielo.
Como sabéis, cada enzima se ha especializado durante el transcurso de la evolución en un trabajo determinado, formamos una familia muy organizada. ¡Qué injusto que se hayan puesto de moda las enzimas promiscuas, esas malditas que nos quieren mandar a la cola de la oficina de empleo, pues pretenden actuar en cualquier reacción! Os contaré cuál es mi oficio: convertir el ácido úrico, una molécula muy poco soluble en agua, en alantoína, una sustancia mucho más soluble y que se elimina con facilidad en la orina. Como me gustan mucho las estructuras químicas, ahí va mi reacción favorita:
Modestia aparte, soy un gran biocatalizador. No os penséis que este proceso es un capricho de las células, se trata de una reacción muy importante. ¿Os suena el nombre de purinas? Sí, esas bases nitrogenadas que forman parte de la molécula más importante del organismo, el ADN. Como todo en esta vida, las purinas también tienen su ciclo de descomposición y eliminación. Y es ahí donde aparezco yo, la estrella invitada, la envidia de Hollywood. Cuando las purinas se metabolizan, se forma ácido úrico en el interior de la célula. Si se produce en exceso, se generan cristales monosódicos en forma de aguja, que pueden dañar el hígado, los riñones… y también las articulaciones. ¿Alguno habéis sufrido el intenso dolor e hinchazón causado por la famosa «gota»? ¿Y ese dedo gordo del pie que se pone como un camión? Espero que os hayáis librado, no como Felipe II, ese rey español en cuyo imperio nunca se ponía el sol. Para que nada de esto ocurra, convierto el ácido úrico en alantoína y adiós, que te vaya bien.
Si mi labor era tan importante para los simios, ¿por qué el gen que me codificaba fue perdiendo actividad gradualmente hasta que en cierto momento se silenció por completo? En otros mamíferos no ocurrió este fenómeno, por algo tienen hasta diez veces menos ácido úrico en la sangre. Según cuentan, en aquella época del Mioceno aconteció un descenso generalizado de las temperaturas, que redujo de forma sustancial la disponibilidad de alimentos, en particular de fruta. Pues resulta que la uricasa, cosas del destino, perjudicaba de forma indirecta a la formación de grasa a partir de la fructosa. ¡Y la grasa era necesaria para subsistir en esos años de escasez! En definitiva, aquellos individuos con menor actividad uricasa tenían más opciones de sobrevivir, y sus genes se transmitieron a las siguientes generaciones. En términos científicos, ocurrió un proceso de pseudogenización que concluyó en apagón del gen.
Y aquí estoy yo ahora, flotando en un caldo de cultivo en un matraz de laboratorio, veinte millones de años después de mi extinción. ¿Se os ocurre algo más anacrónico?
¡Cómo han cambiado las cosas! Si el Tyrannosaurus rex levantara su pesada cabeza… Ahora quien domina el mundo no es él sino un homínido, el Homo sapiens. Son raros estos humanos, al menos los que veo todos los días con unas batas blancas y unas gafas de plástico. Caminan erguidos y se pasan todo el santo día abducidos por unos aparatos que llaman celulares. Dicen que sirven para todo, hasta para predecir el clima. El otro día, la mujer que dirige el proyecto puso un video de un sitio que se llama youtube y pude ver a mis amigos los simios, que siguen colgados en los árboles. Me entró mucha morriña…, como dicen los españoles.
Los Homo sapiens hablan con desprecio de unos seres llamados «políticos», que por lo visto apenas les dan dinero para investigar. Me gustaría saber qué hay más allá de estas cuatro paredes, pero, por lo que escucho, el planeta está hecho un desastre: sobrepoblación, calentamiento global, guerras, reparto desigual de recursos y mil penurias más. Vamos, que me han despertado de mi siesta cenozoica y me encuentro con este panorama desolador.
Hasta esta mañana desconocía los motivos por los que me han resucitado tantos años después. No ha sido por simple curiosidad científica, como al principio pensé. Para entenderlo, debemos volver al pasado. Tras desaparecer la uricasa, las condiciones climáticas mejoraron y se recuperó la normalidad alimentaria. Pero en los simios ―y más tarde en los humanos― se hicieron frecuentes los episodios de gota y otras complicaciones. Claro, habían despreciado a su uricasa y ahora nadie quería asumir su trabajo. Por eso me han resucitado, como posible tratamiento para las personas con niveles altos de ácido úrico. Dicen que como procedo de los simios ―los parientes más cercanos de los Homo sapiens― habrá menos posibilidades de rechazo que con las enzimas recombinantes porcinas que están utilizando en la actualidad.
Aun así, al tratarse de una proteína extraña inyectada en la sangre humana, lo normal es que se produzca una respuesta inmunogénica. Por eso están platicando de recubrirme con un polímero, una especie de sustancia viscosa llamada polietilenglicol (PEG). ¡Qué glamur! Seamos claros, se trata de un disfraz para que las fuerzas de seguridad no descubran que procedo de un mono y me dejen al antojo de los impasibles anticuerpos. Y luego dicen que no existe racismo a nivel microscópico.
Me pregunto cómo estos personajes de batas blancas han conseguido resucitarme. Según les entendí, me han reconstruido a través de la filogenética. La jefa se lo explicó con un símil a una estudiante de maestría que anda más perdida que la madre de Luis Miguel. Le contó que el idioma español ―al igual que el francés o el italiano― pertenece a las lenguas romances. Esta es una rama de las lenguas indoeuropeas, una familia muy numerosa que también incluye a las lenguas bálticas, germanas o griegas. Sin embargo, todas ellas poseen un ancestro común, el idioma protoindoeuropeo, extinguido hace muchos años ―no tantos como yo― y que nadie intuye ni cómo sonaba. Pues bien, los lingüistas han elegido algunas palabras similares de lenguas indoeuropeas y, sobre la base del camino evolutivo de dichos idiomas, han rebobinado en el tiempo hasta encontrar la palabra original, esa que luego evolucionó de forma distinta en cada región. Pues con las enzimas están haciendo algo parecido, en lugar de palabras trabajan con secuencias de aminoácidos. En el fondo, una enzima es una palabra muy larga, ¿o no?
Dicen que la reconstrucción de enzimas ancestrales, también conocida como paleoenzimología, tiene un potencial extraordinario, y no ha hecho más que empezar. Por ejemplo, en el precámbrico, muchos millones de años antes de que yo existiera, las condiciones del planeta eran extremas, con más calor que una alberca de Ixtapa. Por tanto, las proteínas que formaban parte de los primeros organismos vivos tenían que ser muy termoestables. No en vano, ya hay científicos en todo el mundo tratando de resucitar enzimas precámbricas para aplicaciones industriales que necesitan operar a altas temperaturas. Otros investigadores han hecho paleoenzimología de las enzimas que degradan el alcohol. Y así ha sido posible descubrir que nuestros antepasados empezaron a consumir el famoso etanol hace 10 millones de años, cuando los primates bajaron de los árboles y adoptaron un estilo de vida terrestre. Allí, en el suelo, se encontraron con fruta fermentada. ¡Y parece que les gustó!
En unos pocos días, me lanzarán al torrente sanguíneo de una persona con complicaciones derivadas de una alta concentración de ácido úrico. Eso sí, espero que no se olviden de ponerme mi disfraz de PEG, antes muerta que sencilla. Y volveré a hacer mi trabajo, sin apenas rencor por el desprecio que sufrí en el Mioceno. Después de todo, esto de resucitar tampoco está tan mal, dicen que siempre existe una segunda oportunidad…
Lecturas recomendadas
- Kratzer, J. T.; Lanaspa, M. A.; Murphy, M. N.; Cicerchi, C.; Graves, C. L.; Tipton, P. A.; Ortlund, E. A.; Johnson, R. J.; Gaucher, E. A. (2014). Evolutionary history and metabolic insights of ancient mammalian uricases. Proceedings of the National Academy of Sciences 111, 3763-3768. DOI: 10.1073/pnas.1320393111
- Gómez-Fernández, B. J.; Risso, V. A.; Rueda, A.; Sánchez-Ruiz, J. M.; Alcalde, M. (2020). Ancestral resurrection and directed evolution of fungal mesozoic laccases. Applied and Environmental Microbiology 86, e00778-20. DOI: 10.1128/AEM.00778-20
- Sánchez-Ruiz, J. M.; Risso, V. A. (2018). Ancestral proteins: How and why. Biofísica Magazine #12. http://biofisica.info/articles-12/ancestral-proteins-how-and-why/
Fuente: biotecmov.ibt.unam.mx