El mediodía del viernes 11 de marzo de 2011, Kosuke Heki se encontraba en su despacho de la Universidad de Hokkaido, en el norte de Japón, cuando la tierra comenzó a temblar. Los pulsos estaban muy separados y duraban unos segundos. A Heki, geofísico que estudia un misterioso fenómeno relacionado con el extraño comportamiento de los electrones en el cielo después de un seísmo, le resultó interesante pero no se alarmó en exceso: parecía un gran terremoto, pero muy distante. Mientras continuaban los temblores, pensó que quizá podría usar los datos del evento en su investigación. Entonces alguien puso las noticias y la curiosidad de Heki se transformó en horror.
Las sacudidas correspondían al mayor seísmo de la historia reciente de Japón: el devastador terremoto de magnitud 9,0 que asoló la región de Tohoku, le costó al país cientos de miles de millones de dólares y se cobró más de 15.000 vidas. El tsunami que siguió al terremoto dañó la central nuclear de Fukushima Daiichi y provocó el mayor desastre nuclear de los últimos veinticinco años.
Mientras en otra parte del país los equipos de emergencia evacuaban a la población y salvaban vidas, Heki esperaba a que se restableciera el intermitente servicio de telefonía e Internet. El domingo, cuando Internet funcionó de nuevo, descargó algunas observaciones por satélite de la atmósfera situada sobre Tohoku y las revisó. Como se imaginaba, los electrones de la ionosfera mostraban una perturbación 10 minutos después del terremoto. Pero su modelo no podía explicar los datos analizando solo los minutos posteriores al temblor, así que probó a ampliar la ventana temporal, incluyendo también la hora anterior. Fue entonces cuando vio algo que lo dejó paralizado.
Cuarenta minutos antes del terremoto se había producido un ligero incremento de la densidad electrónica sobre el epicentro. Tal vez se tratara de una anomalía, un hecho aislado o un error de los instrumentos. O puede que hubiera algo más. Los científicos aún no han encontrado un precursor sísmico fiable, un signo revelador que pudiera alertar de la llegada de un gran terremoto. Si las alteraciones electrónicas constituyeran esa señal de aviso, podrían salvar miles de vidas al año.
Heki, a quien sus colaboradores describen como una persona humilde, calmada y prudente, desconfiaba de sus propios datos, así que analizó los de otros dos terremotos. Al observar de nuevo el cambio en la densidad electrónica, decidió seguir investigando. Hasta la fecha ha detectado esa variación antes de 18 grandes terremotos, y a lo largo de los últimos siete años se ha convencido de que es real.
Otros expertos están comenzando a examinar la idea más a fondo. “Hace años la gente no creía que pudiéramos predecir el tiempo y ahora lo hacemos”, señala Yuhe Song, especialista en teledetección del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA. “Es probable que podamos ver algún efecto antes de sentir el temblor en la tierra. Ahí está ocurriendo algo… Creo que vale la pena discutirlo.”
Pero no todos coinciden. Muchos científicos ven el trabajo de Heki como la última de una larga retahíla de falsas promesas de predicción sísmica. “Estas cosas son como el resfriado: siempre andan por ahí”, comenta el sismólogo Robert J. Geller, profesor emérito de la Universidad de Tokio que lleva años desacreditando distintas ideas para predecir terremotos. “Si las ignoras, desaparecen.”
Fuente: investigaciónyciencia.es