Nuestro primer encuentro con el mercurio, ese maravilloso, extraño y temible elemento, es inolvidable para muchos de nosotros.
Ese metal líquido y brillante que parece tan íntegro pero que podemos deshacer en una multitud de bolitas perfectas y volverlas a unir en una gran gota con peligros ocultos tiene una relación con la humanidad de larga data.
Una relación que se amargó a tal punto que estamos tratando de romperla, pues hemos contribuido a la polución del medioambiente, al superar la acción de los volcanes y la erosión, y pusimos en un peligro innegable a plantas y animales, incluidos nosotros mismos.
Cuando el Hg entra en el agua, las bacterias lo convierten en algo más insidioso y letal: el neurotóxico metilmercurio, que atraviesa con mucha más efectividad las membranas de las células animales y hace un daño más profundo y duradero.
Cientos de estudios lo han comprobado y casos desastrosos llevaron al Convenio de Minamata de la ONU, un tratado internacional cuyo objetivo es proteger la salud humana y el medio ambiente de las emisiones y liberaciones antrópicas de mercurio y sus compuestos.
Sin embargo, antes de decirle adiós vale la pena recordar que históricamente el mercurio en su forma elemental fue clave para abrir las puertas de lo posible.
A pesar de que ocasionalmente chorrea de ciertas rocas, en la naturaleza el mercurio se encuentra más que todo en la forma de un mineral espectacularmente rojo llamado cinabrio o bermellón.
No sorprende que un mineral tan bello atrajera la atención de nuestros antepasados.
El cinabrio fue usado desde en las pinturas de 7000 a.C. en las cuevas Çatalhöyük de Turquía hasta por la cultura de Yangshao en China.
Se encuentra en sepulturas en Latinoamérica, como las de los huancavelica en los Andes peruanos -que datan de hace 5.000 años- y las de los Olmeca en México, así como en España y Serbia.
En Roma, el cinabrio era el color de las paredes de los ricos ostentosos, pues costaba el triple que el preciado azul egipcio.
La mayor parte de ese rojo profundo para los romanos provenía de las legendarias minas de Almadén en España, donde las condiciones eran tan terribles que ser condenado a trabajar allá era casi peor que la muerte.
Para entonces ya se sabía de las extrañas propiedades del cinabrio.
Como el filósofo griego Teofrasto señaló, “cuando se machaca con vinagre en un mortero de cobre da plata líquida (como se le decía antiguamente al mercurio)”.
Y hasta el día de hoy, la reacción que sucede cuando se tritura -mecanoquímica- es muy inusual.
Pero aún más extraño es lo que el médico y botánico griego Pedanio Dioscórides reportó. Cuando el “cinabrio se calienta en una concha de hierro convexa, se descompone y la plata líquida resultante se condensa en el contenedor. Para obtenerlo hay que despegarlo”.
En su “Historia Natural”, el escritor romano Plinio el Viejo informa que el mercurio disuelve el noble metal oro.
Ese proceso de amalgamación se convertiría en uno de los principales métodos de purificación del oro a lo largo de los siglos.
Los romanos importaban cinco toneladas de mercurio al año y la mayoría se usaba con este propósito.
La amalgama se podía usar para hacer objetos dorados, poniéndoles una capa de amalgama, metiéndolos al horno para que el mercurio desaparezca y revele una lustrosa capa del más puro oro.
En el Renacimiento, el cinabrio no sólo se usaba en sellos de cera para certificar documentos y como pigmento color rojo brillante por artistas como Giotto, Titan y Van Eyck, sino que los primeros químicos, los alquimistas, habían descubierto que podían producir el cinabrio calentando mercurio y sulfuro.
Que el cinabrio se pudiera convertir en mercurio y volver a convertir en cinabrio era un proceso aparentemente cíclico inexplicable que para algunos era similar al de la resurrección del cuerpo, por lo que le conferían al mercurio poderes especiales.
Otros, como el alquimista y médico Teofrasto Paracelso, empezaron a teorizar que toda la materia estaba compuesta de tres bloques fundamentales: mercurio, sulfuro y sal, la tria prima, lo que llevó a siglos de intentos vanos de transformar un metal en otro.
Intentos que podrían parecer inútiles si no fuera porque llevaron en una línea casi recta al descubrimiento del oxígeno y la invención de la química moderna.
Pero fue la densidad del mercurio lo que realmente cambió nuestra manera de pensar.
Escribiendo en su “Historia Natural”, Plinio anotó que “todas las sustancias flotan en el mercurio”.
El que fuera un líquido tan pesado hizo que fuera muy importante para la ciencia.
Un vacío crucial
Si llenas un cilindro de vidrio con mercurio y lo inviertes en un contenedor que también tenga mercurio, la columna del mercurio en el cilindro baja hasta una altura de unos 76 centímetros con un tiempo normal y lo que queda sobre el mercurio en el cilindro es un vacío.
Eso es el barómetro de Torricelli, un experimento que se realizó por primera vez en Italia en 1644.
Lo hicieron dos estudiantes de Galileo, Vincenzo Viviani y Evangelista Torricelli, pues estaban tratando de entender por qué las bombas de agua convencionales -las que funcionan a mano- dejaban de funcionar si los pozos tenían más de 11 metros de profundidad.
Usando mercurio, que es 13,6 veces más denso que el agua, podían llevar a cabo experimentos a escala en el laboratorio.
Comprendieron dos cosas cruciales.
1. “Vivimos en el fondo de un océano de aire”
Esencialmente, lo que Torricelli y Viviani habían hecho era un juego de escalas que podían pesar los varios kilómetros de atmósfera invisible que tenemos sobre nuestras cabezas y compararlos con el peso del mercurio que estaba dentro del cilindro.
Y cuando, en los meses siguientes, otros notaron que los cambios en la altura del mercurio presagiaba cambios en el clima, se hizo evidente que el barómetro ofrecía además un vistazo al futuro.
Eso proveyó los fundamentos para la ciencia atmosférica.
2. El vacío profano
Más profundamente, el espacio vacío en la parte superior del tubo no podía ser otra cosa que espacio vacío, lo que refutaba la idea de Aristóteles de que la naturaleza aborrece el vacío.
Para la Iglesia católica, cuya teología había sido desarrollada por Tomás Aquino sobre bases aristotélicas, era una idea muy polémica.
Proponer la existencia de la nada era casi herético de manera que tuvieron que ser los protestantes de la Europa norteña los que desarrollaran la idea.
Gases y átomos
El barómetro se convirtió en un accesorio obligado en todos los laboratorios.
Además, el uso del mercurio fue clave en el estudio de los gases.
Robert Boyle vertió mercurio en un tubo cerrado en forma de J, forzó el aire del otro lado a contraerse bajo la presión del mercurio y encontró que bajo condiciones controladas, la presión
de un gas es inversamente proporcional al volumen ocupado por éste.
Esa es la Ley Boyle-Mariotte, la primera ley cuantitativa de gases, una de las evidencias de cómo el mercurio ayudó a descubrir el mundo en el laboratorio.
Otro ejemplo es el hallazgo de cientos de nuevos gases desde el oxígeno y el cloro en el siglo XVIII hasta los gases nobles como el neón, argón, kriptón y xenón del siglo XIX.
Por si fuera poco, con el desarrollo de bombas de mercurio, el estudio del vacío y gases en presiones bajas llevó al descubrimiento de la estructura del átomo por Ernest Rutherford y al descubrimiento del electrón por Joseph John Thomson.
¿Tienes fiebre?
Irónicamente, para un elemento que estamos tratando de dejar de usar por su efecto negativo en la salud, contribuyó a uno de los más grandes avances en la salud y en la ciencia.
La medida de la temperatura le dio a los médicos y padres un indicador cuantitativo de la salud de las personas.
Los termómetros empezaron en Florencia, en el tiempo de Galileo, basados en la expansión de agua en una larga espiral. Pero eran frágiles e imprácticos. Los tubos tenían que ser más angostos y fuertes, y los científicos experimentaron durante 450 años en busca del líquido más apropiado.
Hasta que llegó Daniel Gabriel Fahrenheit, un físico que hacía instrumentos para los grandes científicos, quien desarrolló el termómetro de mercurio.
Lo que los termómetros hicieron fue vincular las propiedades de la materia -punto de ebullición, reacciones químicas- con un principio invisible e insospechado -la energía, a través de una medida- la temperatura.
Esa medida apuntaló el desarrollo de los grandes motores del siglo XIX.
Aunque le llaman la era del vapor, podría ser llamada la era del mercurio, pues fue ese elemento el que permitió cuantificar las temperaturas y las presiones de las máquinas que transformaron a Europa y luego al mundo.
Desde en el arte hasta la medicina, la ciencia atmosférica y la atómica, pasando por la química, la filosofía y ingeniería, lo que el mercurio hizo fue abrir una serie de ventanas a mundos ocultos, revelando campos de ciencia que no existían antes y cambiando nuestras percepciones del mundo.
Pero en el camino fuimos dejando una tóxica huella de mercurio en todas las esquinas del planeta y llegó el momento de decirle adiós.
Fuente: bbc.com