El artista británico e irlandés Neil Harbisson es un ciborg. Así se reconoce él y así afirma que lo reconoce el gobierno de Reino Unido, que le permitió posar en su foto de pasaporte con la antena que lleva insertada en el cráneo desde 2004. Toda su vida, Harbisson solo ha podido ver el mundo en escala de grises debido a su monocromatismo (un trastorno congénito), pero el implante le permite escuchar distintas frecuencias asociadas a los colores, así como recibir archivos y llamadas por internet y desde satélites directamente en su cabeza. Tal es el nivel de integración y dependencia que ha desarrollado con la tecnología, que no se considera completamente humano: la antena ha cambiado su identidad.
En este sentimiento, Harbisson no está solo. Conforme ha ido avanzando el campo de la neurotecnología, más personas han conectado máquinas a su cerebro con fines terapéuticos y, en ocasiones, esto ha producido alteraciones profundas en su percepción del ‘yo’. “Se convirtió en mí, […] con este dispositivo me encontré”, es como describió una mujer al implante cerebral que le permitió detener sus ataques epilépticos. Un conjunto de electrodos ordenados en la superficie de su cerebro le advertían —enviando señales a un lector manual que ella portaba a todas horas— de la actividad neuronal que delata una convulsión inminente. Con esa información, podía medicarse a tiempo o acudir a un lugar seguro.
En un informe publicado en 2017, cuatro bioeticistas la entrevistaron junto a otros portadores de esta interfaz cerebro-máquina, para entender cómo había alterado el implante la autopercepción de cada uno. “Yo creo que estas intervenciones no cambian quién es la persona, quién se percibe ser en esencia”, opina la neuróloga y bioeticista Judy Illes, una de las autoras del estudio y directora del centro Neuroethics Canada de la Universidad de British Columbia (Vancouver, Canadá). “Sí cambian aspectos en torno a la identidad, pero creo que el sentido del ‘yo’ es resistente a la intervención”, aclara.
El informe contiene testimonios de siete pacientes, cuyas experiencias abarcan un espectro asombroso de reacciones y emociones vinculadas al implante neurotecnológico. En un extremo, se encuentra la mujer que “se encontró” gracias al dispositivo: ella estaba agradecida por poder controlar su epilepsia y llevar una vida más activa y social. “Con el dispositivo sentía que podía hacer cualquier cosa”, presumía. En el extremo opuesto, una paciente declaró caer en depresión por su nueva dependencia de la tecnología: “[El dispositivo] me hizo sentir que no tenía control. […] me hizo sentir que era distinta a todo el mundo, y no solo en el momento de tener una convulsión”, confesó a los investigadores.
Cuestionando la voluntad
Estas experiencias, todavía poco estudiadas, plantean serias preguntas éticas que Illes y sus compañeros debaten con pacientes, reguladores y tecnólogos. Sobre la cuestión de si los implantes cerebrales cambian realmente la identidad no hay consenso. El filósofo S. Matthew Liao, director del Centro de Bioética de la Universidad de Nueva York, sí cree que las neurotecnologías tienen el potencial de “cambiar nuestro sentido de dónde venimos, de lo que hacemos y, lo más importante, de quién somos”. Sin embargo, es una discrepancia menor; todos los expertos están de acuerdo en que las interfaces cerebro-máquina pueden alterar de manera suficiente la psicología del paciente como para suscitar preocupación por su bienestar y su voluntad.
Puede darse el caso de que “las acciones de un paciente se vuelvan distintas a las que habría tenido antes de la implantación, por ejemplo si presenta un comportamiento errático o un estado de ánimo fuera de lo común”, explica Illes: “Esto nos hace plantearnos si el individuo es responsable de sus acciones”. El problema es que, a veces, cambiar las acciones o el estado de ánimo del paciente es precisamente lo que se busca con la terapia. ¿Cómo evaluar la eficacia y moralidad de un implante en estos casos?
Cuando se emplean interfaces cerebro-máquina para tratar epilepsia o trastornos motores, como la enfermedad de Párkinson, “la pregunta sobre la ‘autenticidad’ [del paciente tras la intervención] es menos acuciante”, cuenta Illes. En estos casos, el objetivo es detener las convulsiones o temblores propios de la enfermedad, de modo que cualquier otra alteración fisiológica o psicológica del usuario se puede considerar como un efecto secundario a evitar. Entre los pacientes que han recibido estimulación cerebral profunda para tratar el Párkinson —con electrodos dentro del cráneo—, Nature News ha constatado casos excepcionales de personas que han desarrollado hipersexualidad, adicción al juego y otros comportamientos impulsivos.
Sin embargo, los mismos implantes se utilizan de manera experimental para tratar enfermedades psiquiátricas como la depresión, el trastorno obsesivo-compulsivo y la esquizofrenia. Dice Illes que entonces, “lo que difiere es la forma de evaluar al paciente con respecto a su consentimiento y su capacidad para comunicarlo”. En una consulta de personas que habían recibido estimulación cerebral profunda para tratar la depresión y el trastorno obsesivo-compulsivo, un paciente dijo: “Dudas de cuánto eres realmente tú, y también dudas: ¿Cuánto de lo que pienso son mis propios pensamientos? ¿Cómo trataría esto si no tuviese el sistema de estimulación? Te sientes un poco artificial”.
Una alteración psicológica permanente
En aquel sondeo, se preguntó a los pacientes qué problemas creían que podría suscitar una interfaz cerebro-máquina de “circuito cerrado” para tratar la depresión; es decir, una que se regulase de forma autónoma (a diferencia de la estimulación cerebral profunda, que es de “circuito abierto” porque alguien debe administrar la corriente eléctrica puntualmente). Los pacientes advirtieron que un sistema automático de esas características podría ser problemático si mantuviera de forma artificial un “estado constante de bienestar subjetivo”. “Impediría experimentar un rango ‘normal’ de emociones”, escriben los investigadores que llevaron a cabo la consulta: “Por ejemplo sentir tristeza en un funeral”.
Faltan datos empíricos sobre el tiempo que tardan en aparecer las cambios psicológicos que siguen a una implantación neuronal, así como su persistencia posterior. En este sentido, Liao anticipa importantes dilemas morales cuando la neurotecnología permita modificar, fabricar o eliminar recuerdos, como ya lo ha permitido en intervenciones experimentales con ratones. La memoria es un importante factor de la identidad, argumenta Liao. Si los recuerdos de un individuo además tienen relevancia histórica, social o legal, las manipulaciones neuronales a las que se someta acarrean consecuencias más allá de su persona.
Los neuroeticistas como Liao y Illes emiten recomendaciones ante estas cuestiones para evitar daño a los pacientes y al resto de la población. Illes y otros compañeros han publicado una carta en la revista médica The Lancet donde exigen un registro público de los dispositivos neurológicos implantados. Advierten que algunos fabricantes ya han retirado productos neurotecnológicos del mercado —por defectos o por no poder mantenerlos— incluso después de haberse implantado estos en pacientes que dependían de ellos. “No es solo la responsabilidad de los reguladores y de gente como yo”, dice Illes: “Tiene que estar motivado por los desarrolladores en las trincheras, los que están trabajando en la tecnología. Es la responsabilidad de todos atender a estas consideraciones éticas”.
Fuente: bbvaopenmind.com