Era la segunda vez que un pez eludía sus fauces, pero la ágil nutria no se daba por vencida. Seguía nadando y buscando el rastro de los peces. El olor de una nueva presa la llevó a la orilla, donde yacía un pez muerto. Un bocado fácil para la nutria, que no dudó en dar cuenta de la carroña. No se percató, pero mientras disfrutaba de su suerte, una cámara inmortalizó el momento. Días más tarde, lejos de allí, un científico asentía satisfecho al ver las imágenes. La vida prolifera en las aguas contaminadas del río Prípiat.
El pez había sido colocado en la orilla del río por un equipo de científicos que querían ver qué animales acudían al bufet. Nutrias, visones americanos y águilas de cola blanca se acercaron a comer los peces ofrecidos, mientras las cámaras los espiaban. Sin saberlo, han pasado a formar parte de una lista cada vez más amplia: las especies que viven en la zona de exclusión de Chernóbil (ZEC).
Tras el desastre del 26 de abril de 1986, la URSS estableció una zona de seguridad de 30 kilómetros alrededor de la central nuclear de Chernóbil. Miles de personas se vieron obligadas a dejar sus hogares, quedando más de 4.200 kilómetros cuadrados libres de influencia humana directa. De ese espacio, algo más de la mitad pertenece a Ucrania. El resto lo gestiona Bielorrusia, que lo ha convertido en la Reserva Radioecológica Estatal de Polesia, una de las reservas naturales más grandes de Europa.
James Beasley, ecólogo de la Universidad de Georgia, es uno de los investigadores que está estudiando cómo la vida prolifera en Chernóbil. Junto con un equipo internacional, empezó documentando los animales que habitan la reserva radioecológica mediante el estudio de huellas y el conteo desde helicópteros. Los resultados fueron prometedores y esto les llevó a instalar cámaras trampa con olores para atraer animales. En 2016 publicaron sus hallazgos: 30 años después del desastre, la vida silvestre abunda en la zona de exclusión bielorrusa. Las cámaras habían captado 14 especies de mamíferos, incluidos alces, corzos, jabalíes, lobos grises, zorros y perros mapache. Según Beasley, los datos son el “testimonio de la resistencia de la vida silvestre cuando se libera de las presiones humanas directas”.
El lado ucranio tampoco se queda atrás. El proyecto TREE (Transfer – Exposure – Effects) es una iniciativa del programa británico Radioactivity and Environment. Su objetivo principal es reducir la incertidumbre que existe en la estimación del riesgo para los seres humanos y la vida silvestre al ser expuestos a la radiactividad. Con ayuda de científicos ucranios, entre los años 2014 y 2015, el proyecto TREE instaló 42 cámaras trampa en diferentes puntos de la ZEC. Aves, ciervos, ardillas, linces o lobos fueron algunos de los animales que desfilaron ante sus lentes. También bisontes europeos y caballos de Przewalski, ambas especies introducidas en otras zonas para su conservación. Incluso se documentó la presencia de osos pardos en el territorio ucranio. Los osos han regresado a estos bosques después de haber sido eliminados por los humanos hace 100 años.
Viendo el catálogo de especies, es tentador argumentar que la radiación podría ser un escudo para proteger la vida silvestre. Los animales incluso parecen desarrollar todo su esplendor. Los ríos de los alrededores de Chernóbil albergan lo que algunos califican como monstruosos peces mutantes por su gran tamaño. Pero la realidad es que estos peces no son fruto de la radiactividad ni formarán nunca parte del guion de una película de serie b. La explicación es muy sencilla: sin la presión humana las especies crecen, desarrollando sus verdaderas tallas. En palabras de Jim Smith, profesor de ciencias ambientales de la Universidad de Portsmouth, “esto no significa que la radiación sea buena para la vida silvestre, solo que los efectos de la vida humana, incluidos la caza, la agricultura y la silvicultura, son mucho peores”.
La ciencia tiene un buen repertorio de estudios que demuestran que vivir expuesta al cesio-137 también pasa factura a la fauna. Un metaanálisis publicado en 2016 mostraba que la radiación en Chernóbil aumenta la frecuencia y el grado de cataratas en ojos, disminuye el tamaño del cerebro, incrementa la incidencia de tumores, afecta a la fertilidad y promueve la aparición de anomalías del desarrollo en las aves. Este estudio fue realizado por investigadores de la Chernóbil + Fukushima Research Initiative, un grupo de investigación que utiliza un enfoque multidisciplinar para conocer los efectos de la radiación en la salud humana y el medio ambiente. Su director es Tim Mousseau, de la Universidad de Carolina del Sur, que con Anders Møller, de la Universidad de París-Sur, ha dirigido más de 35 expediciones a Chernóbil y otras 16 a Fukushima.
En una de esas expediciones observaron que en los bosques de la ZEC aún se pueden encontrar árboles que murieron el día del desastre. Después de tantos años, sus troncos parecen resistir el paso del tiempo. Para entender lo que estaba pasando colocaron cientos de muestras de hojarasca no contaminada en diferentes puntos de la ZEC. Tras nueve meses al aire libre, recogieron las muestras y midieron el peso que habían perdido. Sus resultaron mostraron que, en las zonas más contaminadas, la descomposición de las hojas fue un 40 % menor que la registrada en bosques no contaminados.
Es decir, la radiación está impidiendo que los microorganismos puedan realizar la descomposición de los restos muertos de las plantas. Esto conlleva que el ciclo de los nutrientes se ralentice, haciendo que gran parte de ellos quede inaccesible para las plantas y el resto de la cadena trófica. Pero la falta de descomposición tiene otra faceta más siniestra. La acumulación de materia vegetal muerta favorece los incendios forestales, que en el caso de la ZEC pueden esparcir, a través del humo, la radiación a otras zonas. Hasta la fecha, el peor incendio que se registró fue en abril de 2015, cuando se quemaron cerca de 400 hectáreas a unos 20 kilómetros de la central nuclear.
Si la radiactividad también se ceba con animales, plantas y microorganismos, ¿por qué la vida reclama Chernóbil? La respuesta debemos buscarla en la capacidad que algunas especies tienen para sobrevivir. En los años 90, un equipo de investigadores estadounidenses analizó los genes mitocondriales de ratones de campo capturados en la ZEC. La tasa de mutación del ADN mitocondrial de los ratones que vivían en la zona contaminada era mayor que la de los que vivían en otras regiones. Pero aun así, en el límite de lo que su especie puede soportar, los ratones se multiplican y sobreviven. En otros casos hay que fijarse en la dinámica de las poblaciones que conforman una especie. Por ejemplo, las golondrinas prácticamente desaparecieron tras el accidente. Ha sido el goteo constante de nuevos individuos, que llegaban migrando de otras zonas, lo que ha permitido el establecimiento de nuevas poblaciones. La recolonización explicaría la presencia de grandes animales, como los alces o los lobos. Sin embargo, está por ver cómo les está afectando la acumulación de partículas de cesio-137 a lo largo de la cadena trófica.
Pero además de la capacidad de supervivencia y la recolonización, podemos incluir en la ecuación la adaptación de las especies. Volvamos a las golondrinas. En una de las expediciones de Mousseau y Møller, recolectaron plumas de estas aves y las enviaron al investigador español Mario Ruiz-González. Querían ver qué tipo de bacterias vivían en ellas y, después de aislarlas, ponerlas a crecer bajo diferentes dosis de radiación. Los experimentos mostraron que las colonias que mejor crecían eran aquellas cuyas bacterias provenían de sitios con niveles de radiación intermedios. Mientras que las bacterias de los lugares con niveles más altos o más bajos de radiación tenían un crecimiento menor. En otras palabras, las dosis intermedias de radiación parecían ser una presión selectiva, que estaba aportando a las bacterias la capacidad de sobrevivir en entornos contaminados.
La radiación también puede alterar la tasa de mutación de las bacterias y volverlas más virulentas, impulsando la adaptación de las golondrinas sobre las que viven. En 2017 la investigadora española Magdalena Ruiz-Rodríguez publicaba en Plos One, junto con Mousseau y Møller, un estudio que demostraba que las golondrinas de Chernóbil tienen una mayor capacidad para defenderse de las bacterias. En esta investigación se expuso el plasma sanguíneo de golondrinas a doce especies de bacterias. Los resultados mostraron que los individuos que vivían en las zonas más contaminadas presentaban una mayor capacidad de defensa frente a las bacterias. Esta adaptación se explica por la selección natural que se ha venido dando en Chernóbil desde el desastre. Durante años, la mortalidad de las golondrinas ha sido elevada, quedando solo los individuos que podían hacer frente a las bacterias más virulentas. Según Magdalena Ruiz-Rodríguez, “probablemente hubo un proceso de selección muy intenso y solo aquellos individuos que fueron capaces de sobrevivir a las nuevas condiciones pudieron mantenerse con vida y reproducirse”.
Que la vida sobreviva a un desastre nuclear nos puede parecer increíble. Pero así funcionan las especies: sobreviven a base de ensayo y error.
Fuente: elpais.com