La prestigiosa Academia Nacional de Ciencias de EE UU selecciona como miembro a la barcelonesa Victoria Reyes, especialista en cómo perciben el cambio climático los pueblos indígenas
La antropóloga Victoria Reyes nunca había pensado en tener una familia. Pero allí estaba, en medio del Amazonas boliviano, dando el pecho a su hija mientras entrevistaba a una mujer del pueblo Tsimane’. “Muchas veces iba a hacer entrevistas y me la llevaba; la señora que me estaba hablando con su hijo ahí en la teta y yo con mi hija también en la teta, escribiendo como podía”, recuerda Reyes entre risas. Aquello sucedía en 2001, cuando su carrera científica y su vida familiar daban sus primeros pasos. Ahora, cuando la antropóloga barcelonesa está a punto de cumplir los 50, la prestigiosa Academia Nacional de Ciencias de EE UU la acaba de seleccionar como miembro internacional. Con su nombramiento junto al virólogo Luis Enjuanes, son nueve españoles en esta categoría, y Reyes es la única mujer entre ellos. La Academia, formada por unos 2.400 científicos de primer nivel (190 premios Nobel), cuenta con 500 miembros internacionales, y se escoge un máximo de 30 nuevos cada año.
Esta científica de ICREA fue a la selva boliviana en 1999 a estudiar cómo los tsimane’ —pronunciado chimane— transmitían sus conocimientos culturales sobre las plantas, un trabajo que en principio duraría 18 meses sobre el terreno. Al final se quedó cinco años y tuvo dos hijas en el poblado de Yaranda. Esa comunidad ha crecido desde las 30 familias de entonces a las 70 que la componen actualmente, y se encuentra a 50 kilómetros del lugar más cercano con electricidad, a un día de viaje en canoa a motor por el río Maniqui. “Teníamos muchas comodidades”, asegura la investigadora, “como un panel solar, agua corriente del río, una casa de bambú y una mesa para el ordenador”. Ella y su pareja, un agrónomo francés, establecieron un método de intercambios con la comunidad: anzuelos por pescados. Este sistema de trueque era el eje de su relación con los tsimane’ a todos los niveles, un acuerdo con la comunidad tras preguntarles qué podían hacer por ellos. “Así que por el día los estudiaba y por las noches los hacía estudiar: clases de español, de escribir, los números, cosas básicas que para ellos eran importantes”, explica Reyes, de la Universitat Autònoma de Barcelona.
Ese principio ético sigue siendo una norma imprescindible en su trabajo científico de investigación antropológica con comunidades indígenas de todo el mundo. Necesitan permisos gubernamentales, pero también de los pueblos que estudian y de cada uno de los individuos a los que entrevistan. “Estamos trabajando con personas y tienen todos los derechos; por ejemplo, de imagen. No vamos por ahí haciendo fotos sin permiso”, señala. En la actualidad, Reyes dirige un proyecto con sucursales en todo el mundo (LICCI), financiado por el Consejo Europeo de Investigación, para aprovechar el conocimiento de los pueblos indígenas (desde Siberia a Fiji, desde Camerún al Amazonas) para conocer más detalles sobre el impacto del cambio climático en el planeta y cómo se adaptan. Su perspectiva es amplia y abarca la antropología clásica de la “información participante” —”aprender la lengua, sufrir con ellos cuando llueve…”—, pero sumando todo un abanico de disciplinas: ecólogos, economistas, psicólogos, agrónomos, arqueólogos, informáticos…
“Está todo parado [en el proyecto]. En algunos sitios nos daban acceso, pero mi prioridad era no poner a nadie en riesgo. Son comunidades que están aisladas y puede pasar como con estos misioneros que llegaban hace cinco siglos con un resfriado y los mataban a todos”, advierte la antropóloga. Su última visita a los tsimane’ fue en octubre de 2019, poco antes de que llegara la pandemia, y la recibió una multitud: sus antiguos vecinos querían saludarla y “ver si tenía más pelos blancos”, recuerda por videoconferencia desde Montpellier (Francia).
Reyes contó recientemente en un libro su experiencia con la maternidad en el Amazonas mientras realizaba su investigación antropológica: “Supongo que me había convertido en científica y, al mismo tiempo, me había convertido en nativa de una aldea tsimane’. Antes de ir, nunca pensamos en una familia, pero una vez allí, los tsimane’ hicieron que pareciera tan sencillo que, supongo, no entendíamos realmente por qué la gente estaba sorprendida o asustada por nuestra decisión”, escribe.
Cuando su hija comenzó a andar, el resto de los niños de la aldea le mostraban cómo caminar por los senderos para evitar hormigas peligrosas, cómo jugar con un machete y cómo perseguir gallinas, cerdos y perros. Escuchaba historias sobre seres mitológicos como Jäjäba y Opito, en lugar de los cuentos de Cenicienta y Blancanieves. “Comenzó a aprender a hablar tsimane’ al mismo tiempo que catalán, francés y español y pronto fue capaz de reconocer algunas de las plantas útiles que yo había estudiado tan intensamente como parte de mi trabajo de doctorado”, rememora Reyes. En un viaje a Barcelona, al ir a la playa, la niña cogió toda su ropa y se puso a lavarla en la orilla, como hacían cuando iban al río Maníqui en el Amazonas.
Observar cómo su hija absorbía como una esponja la cultura local también tuvo influencia en su trabajo, más allá de las anécdotas. Los modelos clásicos de la transmisión cultural eran demasiado rígidos para explicar cómo una niña de dos o tres años aprendía usos como lavarse las manos escupiendo desde la boca cuando el agua escasea; pasaba mucho rato a solas con otros pequeños tsimane’, con la niñera que la cuidaba en la aldea y con los demás adultos, además de su familia.
Para su proyecto actual, Reyes ha contado con docenas de comunidades indígenas que tuvieran una historia muy larga de relación con el medio ambiente, para que ayudaran a identificar cambios ecológicos en lugares en los que no hay científicos o estaciones de medición. Y también para que su voz forme parte de un proceso de toma de decisiones sobre el cuidado del entorno que les afecta directamente. “Nosotros no aceptaríamos que un amazónico o uno de Groenlandia nos dijera que dejemos de usar el avión porque esto está cambiando su forma de vida por el impacto que tiene en el cambio climático. Pero nosotros vamos allí a decirles que hay que conservar lo que queda de su biodiversidad, que eso es un parque natural y no se puede cazar”, explica Reyes.
En su proyecto están observando una importante desconexión entre las políticas públicas frente a los cambios medioambientales y la realidad de las personas que viven en el terreno. Por ejemplo, los planes de Fiji contra la subida del nivel del mar consisten en levantar barreras para evitar que inunde los campos de cultivo. “¿Pero la gente qué hace? Se va a la ciudad, emigra. No puede esperar a que se cumplan los planes”, explica Reyes. En Camerún, las comunidades que se dedican culturalmente a la caza de especies protegidas se entera súbitamente de que está prohibida, y no lo entienden tan fácilmente: “Ahora vienen los blancos y no quieren que mate los elefantes”, relata Reyes. Y explica: “Eso es preocupante, porque hay una diferencia entre lo que las políticas prevén para la gente y lo que estas realmente pueden hacer en su día a día”.
¿La relación de estos pueblos con la naturaleza es más correcta, más pura? “No se puede ser naif, no es algo genético. No porque hayas nacido indígena vas a salvar la naturaleza y no porque hayas nacido en una ciudad vas a destruirla. Es cultural”, resume Reyes, que todavía está digiriendo el reconocimiento de la Academia. En estas culturas, la biodiversidad forma parte de su vida a todos los niveles: “Cuando te mueres, tu espíritu se va a un árbol. Entonces, ¿cómo vas a cortar el árbol, si es tu abuelo? ¿O cómo vas a matar al tigre, que se puede transformar en chamán, y en realidad es una persona?”. Y remata: “Nosotros podemos aprender a valorar la naturaleza como algo de lo que somos parte, pero si hay un incentivo negativo ellos lo pueden desaprender”.
Fuente: elpais.com