Pero es algo más. La gente de Radio Skylab (un podcast, por cierto, recomendadísimo) me ha recordado una anécdota sobre la vida de Carl Sagan que nos viene de perlas para recordarlo ahora que se cumplen 20 años de su muerte. Así fue como Carl Sagan «salvó» el mundo del holocausto nuclear.
La Guerra de las Galaxias
El 23 de marzo de 1983, Ronald Reagan anunció que iba a poner en marcha la ‘Iniciativa de Defensa Estratégica’ (más conocida como «Guerra de las Galaxias»). Básicamente, se trataba de un enorme «escudo antimisiles» que pretendía defender los Estados Unidos de cualquier ataque nuclear. La novedad más curiosa era que no solo era un sistema tierra-aire, sino que la intención de Reagan era llevar armas al espacio, militarizarlo.
Era un brindis al sol: la Sociedad Americana de Física concluyó en 1987 que no sólo no era posible llevarlo a cabo en ese momento; sino que se necesitarían más de diez años en descubrir si realmente era posible. Pero aquello se vivió como un golpe casi indescriptible.
Desde lejos, se hace muy difícil comprender lo duros que fueron realmente los años de la Guerra Fría para mucha gente. Quizá la reacción social ante la victoria de Trump (percibida a mitad de camino entre el drama y la tragedia) nos puede dar una idea de la «histeria» sostenida que machacó a mucha gente durante los cincuenta, sesenta y setenta.
Aunque parezca algo extraño, mucha gente llegó a construir su vida alrededor del ese miedo. Pero en los años 80, esa amenaza permanente de «destrucción mutua asegurada» estaba empezando a hacer mella en el ánimo de todo el mundo (si no lo había hecho ya).
La apendicitis que tumbó la Guerra Fría
Cuentan que Carl Sagan se enteró del anuncio de Reagan mientras estaba en el hospital recuperándose de una apendicitis. Y aquello le sentó como una patada en el estómago. Le horrorizó profundamente y decidió, con ayuda de su mujer (la también mítica Ann Druyan), que tenían que hacer algo.
Sagan era especialista en ciencias planetarias. Su tesis en astronomía y astrofísica (que leyó en el 60 en la Universidad de Chicago) se centró en cosas como la contaminación biológica de la Luna o la atmósfera de Venus. En el 61, publicó un artículo brutal en Science en el que usó la información radioastronómica disponible para interpretar, correctamente, que en Venus lo que había era un efecto invernadero colosal.
Antes de 1983, Sagan y Golitsyn ya habían estudiado las tormentas de polvo de Marte. Igual al decir «tormentas de polvo» no se acaba de entender la dimensión monstruosa y desproporcionada de las tormentas marcianas que conocimos gracias, en buena parte, a las sondas Viking. Algo que muchos asocian directamente con la idea de invierno nuclear y la verdad es que bien puede ser.
Y en 1982, Paul Crutzen y John Birks escribieron «The atmosphere after a nuclear war: twilight al Noon» en el que ya se alertó sobre el enfriamiento global que produciría la acumulación de polvo, humo y hollín tras una guerra nuclear. Pero nada de esto fue relevante hasta que Reagan se lio la manta a la cabeza y anunció que iba a militarizar el espacio.
El invierno nuclear
Entre 1983 y 1984, Sagan, Turco, Toon, Ackerman y Pollack prepararon un informe en el que se defendía que cualquier Guerra Nuclear acabaría inevitablemente en la hipótesis TTAPS (las siglas de los nombres de sus autores) también conocido como el ‘invierno nuclear’.
En el 84, Sagan, Ehrlich y Kennedy publicaron «The Cold and the Dark» un libro muy popular en el que analizaban qué le pasaría al mundo tras una Guerra Mundial. Y no era nada bueno. Las declaraciones de los científicos se sucedieron en el Congreso de Estados Unidos y el propio Sagan viajó a la Unión Soviética a explicar el problema.
El «invierno nuclear» se demostró un arma muy potente: la idea era que, tras la guerra nuclear, el polvo que alcanzaría altas capas de la atmósfera conduciría a un enfriamiento tal que no habría ganadores bajo ninguna circunstancia. Esto golpeaba dos ideas clave: por un lado, nadie ganaría esa guerra y, por el otro, un conflicto nuclear no sólo afectaría a las grandes potencias, sino que alcanzaría el mundo entero.
Es decir: creó – o ayudó a crear – una conciencia global del problema de las armas nucleares como nunca había existido. Sería absurdo pensar en que fue solamente una cosa de Sagan y cuatro científicos (activistas, políticos y militares tuvieron un papel insustituible) y sí quizá sea un exceso hablar de «salvar el mundo del holocausto nuclear». Pero, con la perspectiva del tiempo, se puede afirmar sin lugar a dudas que sin el empuje de la ciencia la conversación global habría sido muy distinta.
Necesitamos otros mundos, pero están en este
En el 73, Sagan publicó «La Conexión Cósmica». El libro trata fundamentalmente el fenómeno OVNI desde un punto racional y por eso es recordado. Pero, como explica Pablo Francescutti, hay una idea muy interesante y poco conocida: la idea de que, como ocurrió con el descubrimiento los canales de Marte en el siglo XIX. vemos en el espacio (y en el futuro) lo que nos preocupa hoy.
Sin dudar del peso científico del informe TTAPS y otros trabajos, no cabe duda de que la intención de Carl Sagan no era meramente científica. Sagan hizo suya la famosa frase de Margaret Mead («Nunca dudes que un pequeño grupo de ciudadanos pensantes y comprometidos pueden cambiar el mundo. De hecho, son los únicos que lo han logrado») y quiso cambiar el mundo, frenar el reloj del Apocalipsis e iluminar un futuro mejor. Porque, aunque a veces nos parezca lejana y engreída, la ciencia, la ciencia de verdad, también sirve para eso.
Fuente: xataka.com / Javier Jiménez