Necesitamos una nueva filosofía del envejecimiento

El “viejo” entra en una categoría social excluyente y definitiva. Es profundamente triste que toda su generación pase viviendo en la amargura de sentirse dejados de lado sus últimos años que hubieran podido ser tan fecundos.

Y es degradante sentirse clasificados solo como personas que necesitan atenciones. Rebajados a devenir un número más en la seguridad social. Privados de su individualidad en razón de la edad y además reducidos a la dimensión puramente económica.

Porque ¿qué es una persona mayor desde el simple punto de vista sociodemográfico? Su edad es una carga para la sociedad, por más que se haya cotizado durante años.

Aunque constituya también, y cada vez más, un sustancioso negocio que ha promovido una industria contra el envejecimiento en la medicina y en el comercio. Desde ese punto de vista las personas mayores son un importante segmento de mercado: consumidores de una rama mundial de la impresionante industria farmacéutica. Clientela de redes de residencias de mayores. Clientela de compañías de seguros que siguen acumulado en las cajas de pensiones montañas de liquideces tan potentes que pudieran hacer tambalearse los equilibrios financieros del planeta entero en cualquier momento.

El cronómetro de nuestras existencias

Hemos admitido sin apenas apercibirnos el hecho de que tengamos que vivir bajo la vigilancia de un insobornable cronómetro que preside irrevocablemente los flujos de nuestras vidas.(Jan Barss: Aging and the Art of Living).

Como los grandes relojes de las viejas estaciones de trenes de otros tiempos hemos instalado en nuestro sistema social un cronómetro central que gobierna totalmente los flujos de generaciones, moviendo a las personas cronológicamente a través de las instituciones como guarderías, escuelas, colegios, universidad, empresa, …hasta la jubilación). Así es como su despótico dominio no solo marca tiempos y ritmos a nuestras vidas individuales sino que al mismo tiempo condiciona las estructuras de la sociedad entera.

Es el dios Cronos quien declara prematuramente senescente a personas en la plenitud de su vigor físico e intelectual, y es quien acelera las vidas vaciándolas de sentido. Es él quien exalta los iconos de la juventud que reinan en el deporte y en la moda, y es él quien arrincona a los “viejos” así como a todo lo que pudiera asemejarse a un símbolo de vejez.

Es necesaria una nueva filosofía del envejecimiento

No se puede arrinconar como muebles usados a las personas llenas aun de vida y de capacidad de don a los demás.

Por todas estas razones, y en la medida en que la esperanza de vida continúa aumentando, se va haciendo imprescindible inventar una nueva filosofía de la vida y del envejecimiento. Una filosofía sobre la que basarse para poder imaginar e instaurar nuevas instituciones sociales.

La persona humana, al ser medida exclusivamente o principalmente en función de sus parámetros fisiológicos, queda violentamente, metafísicamente truncada. Pero esa es hoy la regla práctica habitual que rige en la medicina, en la universidad y en la empresa. Pero como dice Barss: mi edad es solamente y no más que el número de años que hace que nací.

Por todo ello es absolutamente necesaria una profunda revolución social. Que se reserve un lugar importante a este segmento de la población hoy dejado de lado en sus últimos años de vida. No vamos a reclamar una nueva gerontocracia sino que nuestras sociedades imaginen instituciones que incorporen las experiencias acumuladas a través de los tiempos. Que garanticen los ritmos adecuados de transformación sin dolorosas aceleraciones violentas.

Habría que inspirarse en las viejas ideas estoicas de Cicerón en De Senectute y en el rol que la sociedad romana asignaba a sus senadores.

Todo ello suena más bien a utópico. Pero el mundo saldría ganando, si decidiese a luchar en este nuevo e inusitado frente de construcción de utopías.

Montaigne, no Heidegger

Yo abogo por la emergencia de una filosofía del envejecimiento, y quizás mejor de la vida entera. Una filosofía que se aparte de premisas tan amargas como aquellas de Heidegger, para quien la muerte es el horizonte infranqueable de toda existencia humana y lo que le da sentido a la vida. Hoy, precisamente lo necesario es invertir la terrible pendiente del declive hacia la muerte.

Siguiendo a Montaigne (Essais) hemos de lograr que nada nos sorprenda en la muerte. La muerte vendrá siempre demasiado pronto, pero no hay necesidad de anticiparla.

La progresión de la edad debe acabar por hacernos comprender que la Vida es el único bien supremo y la sola virtud soberana. Y que el mayor error que se puede cometer es un bilioso menosprecio de la Vida.

Sólo al viejo le es dado vivir una relación equilibrada con su cuerpo. Comprender que el cuerpo es una parte importantísima- más aún- indisociable del ser humano. La vejez es un remedio contra la hipertrofia de espíritu con prejuicio del cuerpo y de sus exigencias.

Por eso la vejez es la fase epicúrea por excelencia de nuestras vidas. (Entiendo el epicureísmo en su más auténtico y amplio sentido). La cosa más grande es “saber ser para sí mismo”, dice Montaigne. Saber gozar lealmente de nuestro verdadero ser.

El anciano se ve empujado a redefinir su escala de valores y a centrarse en el eje auténtico de su vida.

Una vejez conscientemente encapsulada en la finitud de la vida humana, aceptada de manera positiva y sin vaporosas – y para algunos vanas – pretensiones de eternidad. Y una existencia integrada en el devenir humano.

Margaret U. Walker habla de integración lateral, es decir, de incorporarse a su tiempo sacando ventaja de las conexiones hoy técnicamente posibles con otras personas y participando en experiencias colectivas.

(*) Blas Lara ha sido Catedrático de la universidad de Lausanne, Jefe del departamento de Informática, Investigación Operativa y Estadística de Nestlé (Vevey). Libros principales: The boundaries of Machine Intelligence; La decisión, un problema contemporáneo; Negociar y gestionar conflictos. Es el editor del blog Negociación de Tendencias21.

Fuente: tendencias21.net