Muerte por fruta: cuando se consideraba un alimento letal para niños

La ingesta de fruta es saludable. Un informe de la OMS y la FAO publicado recientemente recomienda como objetivo poblacional la ingesta de un mínimo de 400 gramos diarios de frutas y verduras (excluidas las patatas y otros tubérculos feculentos) para prevenir enfermedades crónicas como las cardiopatías, el cáncer, la diabetes o la obesidad. Además, las frutas son irreemplazables en la dieta de los más pequeños, pues aportan un azúcar muy fácil de asimilar por el organismo.

Las frutas pueden comenzar a ofrecerse como alimentación complementaria, es decir complementando la leche materna o de fórmula, a partir de los 6 meses. Sin embargo, en el siglo XIX, la fruta dirigida a niños era totalmente desaconsejada incluso para más mayores. La razón: los niños podían morirse.

¿Qué es la muerte por fruta?

La fruta, históricamente, siempre ha tenido sus detractores. Por ejemplo, durante el Renacimiento se la consideró “corruptible”, casi venenosa, sobre todo las variedades más dulces y apetecibles como los melocotones, las uvas y los melones. Si uno se aventuraba a comer fruta al menos debía evitarla comerla cruda, y también era preferible extraer las pepitas. Las semillas de las fresas o las frambuesas, por ejemplo, se consideraban muy peligrosas para los niños.

Tras estudiar familias de clase trabajadora en tres regiones diferentes de Gran Bretaña, Sián Pooley, un historiador de Oxford, ha concluido que uno de los miedos más comunes de los padres del siglo XIX y principios del XX era que los niños comieran fuera de casa en general, y particularmente fruta. De hecho, la fruta cruda era considerada tan peligrosa que a menudo era lo que se alegaba como motivo del óbito de un niño en los registros de los tribunales locales (probablemente para evitar focalizar el problema en el exterior de la familia y el hogar).

La razón de este miedo, en parte, se debía a que muchas frutas eran tan dulces que se consideraban casi caramelos o golosinas, y los niños podían recogerla por ellos mismos, sin la supervisión de los padres. En el fondo, era como si esos niños tuvieran carta blanca para acudir a la fábrica de Willy Wonka. Los padres consideraban que tanto placer nutricional no debía ser bueno para un niño.

¿Miedo infundado?

Con todo, los miedos de los padres no eran completamente infundados. En aquella época era un poco más arriesgado que ahora ingerir fruta. En primer lugar, porque se pasaba hambre. Cuando llegaban los meses en los que crecía la fruta, muchos niños que no podía disfrutar de una comida en condiciones se atiborraban de fruta cogida directamente del árbol, lo que les podía hacer enfermar.

En segundo lugar, cabe explicar que la fruta de aquella época no era como la actual, y tampoco se consumía bajo las mismas condiciones sanitarias, tal y como explica Bee Wilson en su libro ‘El primer bocado’: “A menudo los niños tomaban la fruta del árbol antes de que estuviera madura; desde luego que una canasta de albaricoques verdes le puede dar a uno un dolor de barriga de campeonato. Otros niños puede que enfermaran por haber recogido del suelo fruta sucia o contaminada”.

Afortunadamente, todo empezó a cambiar a finales del siglo XIX, no sólo porque la fruta empezó a servirse de forma más saludable, sino porque los padres, como escribe la historiadora Christina Hardyment, se inclinaron a confiar más en los consejos científicos antes que en su propio instinto.

Hoy en día las frutas son consumidas cada vez más por los niños, y no regresaremos a esa oscura época decimonónica. A no ser que se ponga de moda, como otras prácticas que ya se creían superadas y han vuelto a la vida…

Fuente: tecnoxplora.com