¿Los caracoles, cupidos del amor o sadomasoquistas del sexo?

En la mitología clásica, Cupido era el dios del deseo. Hijo de Venus y Marte, dioses del amor y la guerra, su concepción es una alegoría de las aventuras amorosas, de la pasión y el desenfreno. Cupido es representado como un niño alado porque el amor es irracional y los pensamientos de los amantes son volátiles. Con los ojos vendados y armado, dispara flechas arbitrariamente, y quien recibe una experimenta un deseo incontrolable. En la naturaleza, los arqueros del amor erótico no vuelan ni tienen cara angelical, sino que se arrastran y tienen ojos saltones. Además, son unos babosos.

El sexo de los caracoles es simplemente fascinante. La mayoría de los que viven en tierra firme son hermafroditas. Aunque producen espermatozoides y óvulos, no suelen autofecundarse, así que deben buscar pareja. La búsqueda puede ser ardua, pero tener ambos géneros tiene sus ventajas; si se encuentran uno de los suyos (uno de la misma especie), sí o sí, se podrán aparear. Ahora bien, también surge un dilema: ¿quién es quién? Muchos caracoles, en una especie de pacto de caballeros (y damas), deciden el rol a jugar. Después, en un segundo acoplamiento, pueden intercambiarse los papeles. Otros, como el caracol común de jardín, actúan simultáneamente como macho y hembra en cada cópula. Y es que el sexo no entiende de géneros.

Antes de la fecundación, los caracoles corroboran su fama y se toman su tiempo. Algunas especies pueden estar hasta 12 horas festejando: se rodean lentamente, se acarician con los tentáculos y se muerden suavemente con los labios. Pero no todo es tierno erotismo entre parejas, también hay casos de sadomasoquismo. El caracol común de jardín, y otros caracoles terrestres hermafroditas, se clavan un dardo durante el romance. Cuando el cuerpo de uno toca el poro genital del otro, lanza el apodado “dardo del amor”. No sale disparado como una flecha, penetra por contacto, pero en ocasiones es tal la fuerza que perfora la cabeza o el cuerpo sobresaliendo por el lado opuesto. Hay veces que hasta queda enterrado en órganos internos. En relación al cuerpo, es realmente grande, tan grande, que se podría considerar una espada. El tamaño, la forma y el material (carbonato cálcico o quitina) de los dardos varían entre especies de caracoles y babosas, pero todos atraviesan carne blanda.

En un inicio, los científicos creían que el dardo del amor estimulaba a la potencial pareja durante los preludios de la reproducción, pero su función nada tiene que ver con la seducción y el cortejo. Un tercio de los dardos disparados por el caracol de jardín o bien no penetran el manto o bien no dan con el objetivo. Aun así, esto no influye en si hay o no hay cópula. Sin embargo, sí afecta el éxito de la prole. En la mucosidad del dardo hay una sustancia similar a una hormona que favorece la iniciación de su desarrollo. Esta sustancia actúa sobre el aparato reproductor femenino facilitando el almacenamiento de esperma y bloqueando su digestión. En última instancia, aumenta la paternidad del lanzador: sus espermatozoides tienen ventaja ante previos o futuros donantes de esperma. En un mundo promiscuo, encontrar pareja es trivial, pero fecundar sus óvulos es otra historia.

Al contrario que en las prácticas sadomasoquistas, los caracoles no obtienen placer ni excitación del dolor durante el sexo. Tampoco se desviven en aventuras románticas, más bien van de baboso en baboso para, única y exclusivamente, perpetuar sus genes. Por otra parte, sí que es posible que haya una conexión entre sus dardos y las flechas de Cupido. Algunos malacólogos (expertos en moluscos) apuntan que el mito clásico podría haberse inspirado en el caracol de jardín. Esta especie se arrastraba en la Antigua Grecia, y los griegos, siendo los primeros naturalistas, probablemente observaron su comportamiento sexual. Hoy en día, sabemos que el dardo no despierta fogosidad en el receptor, sino que lo condiciona a procrear el linaje del tirador.

Fuente: elpais.com