Cuando la Tierra tiembla

Alfo José Batista Leyva

Instituto Superior de Tecnologías y Ciencias Aplicadas (InSTEC), Cuba

Recuerdo la primera (y única) vez que he sentido un terremoto. Era a la sazón estudiante de la Universidad de Oriente, radicada en la suroriental ciudad de Santiago de Cuba.

Recibíamos una clase de Análisis Matemático cuando la silla en la cual me encontraba sentado comenzó a moverse acompasadamente. Mire tras de mí, para ver quién la estaba moviendo. Recuerdo mi asombro al comprobar que no había nadie. En ese momento el profesor, santiaguero avezado en el tema, gritó: ¡terremoto, salgan todos! Y así lo hicimos, dejando libros, cuadernos y otros objetos. Luego, como buenos cubanos, comenzamos a burlarnos de nuestro miedo.

Aunque el sismo fue pequeño (según la lista de terremotos de la enciclopedia cubana Ecured [1] sólo de magnitud 5.7), la sensación que me dejó fue la pérdida de confianza en algo que parecía inmutable: la solidez del suelo que pisamos.

Hablando en lenguaje técnico es el movimiento de la superficie de la Tierra provocado por la llegada a ésta de ondas sísmicas, que surgen debido a la liberación súbita de energía en la litosfera. Mientras más energía se libere y más cerca de la superficie esté el sitio en el que se libera la energía, mayor será la amplitud de las ondas que emergen y más destructivo será el terremoto.

Para entender cómo se acumula en el interior del planeta esa energía que se libera, hay que hablar algo de su estructura. Si hacemos un corte de la sección transversal del planeta, podemos observar que éste está dividido en varias capas. La capa más externa (de hasta 100 km de profundidad) recibe el nombre de corteza; ésta puede ser continental (más gruesa) u oceánica (más delgada). A continuación se encuentra el manto, que alcanza hasta unos 3000 km de profundidad, siendo sólido en su superficie y prácticamente líquido en las capas más profundas. Por último el núcleo terrestre, líquido en su parte superior y sólido en el centro.

Si atendemos a sus propiedades mecánicas, la superficie más externa de la Tierra puede dividirse en dos: la capa superior, conocida como litosfera. Ésta es más fría y totalmente sólida; está formada por la corteza y la parte superior del manto. Por debajo de ella la astenosfera (parte del manto) que es más caliente y se comporta como un sólido viscoelástico: puede fluir. Esto hace que la litosfera pueda deslizarse sobre la astenosfera.

La litosfera no es una capa continua, pues está dividida en lo que se conoce como placas tectónicas. Estas enormes placas se deslizan y crean en su interacción una dinámica muy compleja. Cuba y México, por ejemplo, se encuentran en una placa enorme, que abarca Norteamérica, Groenlandia, parte del atlántico norte y parte de la Siberia: la placa de Norteamérica. El sur del continente americano está sobre otra placa que abarca una parte importante del atlántico sur: la placa de Suramérica. Entre ellas se encuentra una placa relativamente pequeña (abarca el Caribe y Centroamérica) llamada placa del Caribe. Una cosa resulta obvia, entre esas placas deben existir fronteras. Y es en esas fronteras donde se generan un número de fenómenos de vital importancia, entre los cuales se encuentran los terremotos y el vulcanismo. La forma original en que se detectaron las fronteras de las placas consistió en situar sobre un mapamundi la posición en la cual aparecía cada terremoto registrado. Los puntos se unían en líneas que separaban las placas que hoy día conocemos [2].

El estudio de las fuerzas que hacen moverse las enormes placas tectónicas es un campo de investigación muy activo en estos momentos. Se menciona como causa fundamental del movimiento el cambio en la densidad del material que forma las placas con la profundidad, provocado por los flujos convectivos de calor del interior de la Tierra a la superficie. Otra fuerza que se ha considerado es la gravedad, que colabora en el deslizamiento de las placas y por último la posibilidad de que ocurran fuerzas de marea provocadas por la rotación de la Tierra.

Las placas se mueven lentamente. Mediciones precisas usando tecnología GPS le atribuyen velocidades que van desde 10 a 160 mm/año. Esto hace que el proceso de acumulación de energía sea lento, pero inevitablemente las fallas van acumulando energía que, al final, se libera en forma de terremotos.

La característica de la frontera entre placas está determinada por el movimiento de éstas. Hay tres formas fundamentales de interacción entre las placas vecinas que conforman los tres tipos esenciales de frontera o falla:

De transformación, cuando las placas vecinas se desplazan lateralmente una respecto a la otra a lo largo de lo que se conoce como falla de transformación. El caso más notable es la falla de san Andrés, en California, entre la placa de Norteamérica y la placa del Pacífico. Aquí surgen entre las placas fuerzas de fricción que provocan que el deslizamiento relativo se frene, acumulándose energía de deformación elástica en los bordes de la falla. Cuando las fuerzas elásticas vencen la fricción esa energía se libera, creando ondas que se mueven por el interior de la Tierra hasta arribar a la superficie: tenemos un terremoto. Este tipo de falla provoca terremotos de magnitud 8 o menos.

Divergente o constructiva, cuando las placas se apartan entre sí. Este caso es común en las llamadas dorsales oceánicas; al separarse las placas, la materia fundida (magma) que se encuentra debajo asciende y se va formando nueva superficie. Al ocurrir en los continentes puede provocar la aparición de nuevas superficies oceánicas, como en el caso del Mar Rojo. Este tipo de falla provoca generalmente terremotos con magnitudes por debajo de 7.

Convergente o destructiva, cuando las placas se mueven una hacia la otra y provocan una zona de subducción, donde la placa de material denso se mueve hundiéndose debajo de la placa más ligera, o bien ocurre una colisión continental, donde ninguna de las dos masas se hunde bajo la otra, por tener densidades aproximadamente iguales. En este caso los bordes de las placas sufren enormes deformaciones mecánicas que acumulan una cantidad tremenda de energía debido a las tensiones y las deformaciones consecuentes. La energía se libera al romperse en algún punto. Este tipo de interacción es responsable de los terremotos más intensos, en particular con magnitud mayor que 8.

Y ahora debemos definir cómo se mide la magnitud de un terremoto. La escala más usada para cuantificar la energía del terremoto fue desarrollada por C. F. Richter y B. Gutenberg en 1935. Es una escala relativa, en la cual se compara la amplitud de las oscilaciones registradas por un equipo apropiado (llamado sismógrafo) con el terremoto de magnitud cero: éste sería un terremoto que provocaría un desplazamiento de 1 µm (la millonésima parte de un metro) cuando el sismógrafo estuviese a una distancia de 100 km del lugar en la superficie terrestre situado exactamente sobre el punto donde ocurre la ruptura de la falla. A ese punto en la superficie es lo que se le llama epicentro, mientras que el punto donde ocurre la ruptura se denomina hipocentro.

La fórmula de Richter da la magnitud como el logaritmo en base 10 de la razón entre la amplitud máxima de las oscilaciones del sismógrafo y la amplitud máxima de referencia. Al lector versado en matemáticas no se le escapará el hecho de que un aumento de una unidad en la magnitud de un terremoto implica un aumento de diez veces en la amplitud de las oscilaciones. Hay más, ese aumento de 10 veces en la amplitud implica un aumento de 31.6 veces en la energía depositada en la superficie. Y es esta energía la causante de los daños que dejan los terremotos.

Recordando aquel sismo que sentí en mi juventud (magnitud 5.7) éste se considera moderado, pudiendo causar daños sólo en edificios con problemas constructivos, pero es perceptible por todos. Así fue. El aumento en magnitud significa un aumento en los daños que ocasiona. Un sismo de magnitud entre 6 y 6.9, considerado ya como fuerte, puede dañar algunos edificios bien construidos, pero los edificios construidos con técnicas adecuadas sólo tendrán daños menores. Los edificios mal diseñados pueden recibir daños de consideración. Cuando pasa de 7, los daños son cada vez mayores, pudiendo colapsar algunas estructuras, siendo mayores cuanto más cerca de 8 es la magnitud. Si pasa de 8, hablamos de total catástrofe.

Hay una pregunta aún sin respuesta: ¿se pueden predecir los terremotos? Mucho se está investigando en el tema, siguiendo esencialmente dos vías distintas. La primera es determinar precursores medibles que anuncien el fenómeno. Estos precursores van desde el análisis del comportamiento animal hasta la medición de emisiones de gases radiactivos, el cambio en los campos electromagnéticos y en las propiedades mecánicas de las rocas sometidas a grandes tensiones, lo cual se refleja en cambios en la velocidad de propagación de las ondas. Hasta el momento no se ha logrado un método claro de predicción basado en estas magnitudes. El segundo método es identificar en la secuencia de movimientos de la Tierra en una región determinada una tendencia dada que sirva como indicativo de que se acerca un gran terremoto. Tampoco este método ha dado resultados seguros, aunque a mi juicio personal es el que más posibilidades tiene.

Ante esa situación, el foco de atención debe llevarse al diseño de medidas efectivas de protección de las personas y los bienes en caso de terremotos. Un diseño adecuado de los edificios, las carreteras y calles, conductos de hidrocarburos y conductoras de agua y electricidad pueden salvar vidas si se aplican de manera sistemática, apoyados por una vigilancia institucional y ciudadana de su aplicación. Todo ello preparándose para el momento en que se rompa un punto de acumulación de energía, se propague la ruptura por la falla, generando ondas sísmicas y, al llegar a la superficie, se genere el terremoto.

Algo de esto ocurrió recientemente en la Ciudad de México, exactamente en la fecha en que se celebraba el aniversario del terrible terremoto del año 1985. El sismo de magnitud 7.1, con epicentro en Axochiapan, estado de Morelos, que colapsó más de 40 edificaciones, dejando sin electricidad a dos millones de habitantes de la enorme ciudad, con un saldo de muerte que ha ido creciendo con los días.

Una vez ocurrido el sismo, y superando con mucho todos los esfuerzos oficiales, un movimiento espontáneo de solidaridad inundó la ciudad. Los ciudadanos, mostrando las tremendas potencialidades de auto organización del pueblo mexicano, tomaron las calles removiendo escombros, dando comida y consuelo a los desprotegidos, brindando sus medios de comunicación a aquellos que deseaban localizar a sus seres queridos, alojando a los que quedaban en las calles. El alma pura de la nación mexicana brillando por sobre todo lo que ha oscurecido en los últimos años la vida nacional, superando con mucho los esfuerzos de los organismos oficiales, codo a codo en las calles con el personal médico y paramédico.

Quizás los mexicanos, a golpe de intuición y generosidad, estén marcando un camino para el combate contra futuros desastres. Desde la Habana un fuerte abrazo a mis hermanos mexicanos, que han dado una muestra tan alta de coraje y amor. C2

Referencias

  1. https://www.ecured.cu/Anexo:Terremotos_en_Cuba, consultada el 25 – 09 – 2017.
  1. https://en.wikipedia.org/wiki/File:Quake_epicenters_1963-98.png, consultada el 27 – 09 – 2017

Fuente: Ciencia y Cultura