Cobrar o no cobrar el impuesto a los refrescos

Fernando Bravo

A estas alturas del siglo XXI, todos conocemos en México a alguien que padece diabetes. Esta enfermedad no sólo es la que más cuesta a una de las grandes instituciones de salud pública como el IMSS, sino que de manera particular es la que causó más muertes en 2015. ¿Qué tan efectivas son las estrategias del gobierno federal para combatir la epidemia del siglo XXI en México?

El “refrescazo” en México

En 2011 México registró el mayor consumo de refrescos en todo el mundo con 164 litros per cápita. ¿Por qué es importante disminuir el consumo de refrescos en nuestro país? Porque a pesar de que muchos factores causan obesidad, se ha demostrado que el consumo de bebidas azucaradas contribuye de manera importante al desarrollo de esta condición en la población. La obesidad se encuentra relacionada con el desarrollo de enfermedades como la diabetes mellitus tipo 2, padecimientos dentales y afecciones cardiacas. En 2014 el Congreso mexicano aprobó imponer el impuesto de un peso por cada litro de bebida azucarada que fuera comprado por un consumidor final en el país, además de jarabes, polvos o concentrados para obtener este tipo de bebidas al mezclarlas con agua; todo esto con el objetivo de disminuir el alto consumo de dichas bebidas.

En 2012, un par de años antes de aprobar tal impuesto en México, la Organización de las Naciones Unidas advirtió no sólo que alrededor del 70% de los mexicanos en edad adulta padecían sobrepeso, sino que México ostentó en ese año el no muy honroso primer lugar en muertes causadas por diabetes mellitus de toda América. Según datos del Instituto Nacional de Geografía, Estadística e Informática (INEGI), la diabetes tipo II fue la causa principal de muerte en el país durante 2015 con 98, 521 fallecimientos, poco más del 15% de todas las muertes ocurridas durante ese año. Esta cifra es superior, de manera individual, a las muertes por cualquier tipo de afección cardiaca, tumores cancerígenos o cualquier tipo de accidente.

En el artículo titulado “Evidencia de la respuesta sostenida de los consumidores después de dos años de implementar un impuesto a las bebidas azucaradas en México”, publicado en marzo de 2017 en la revista Health Affairs, se concluye que el impuesto a las bebidas azucaradas logró disminuir el consumo de refrescos durante los dos primeros años de su implementación. En la investigación se utilizó información del consumo de bebidas azucaradas por un total de 6,645 familias entre enero de 2012 y diciembre de 2015. De esta manera lograron comparar las tendencias de consumo durante los dos primeros años a partir del inicio del impuesto en enero de 2014, contra el periodo de los dos años anteriores, cuando el impuesto aún no se aplicaba. El estudio encontró una disminución promedio anual del consumo de bebidas azucaradas de 7.6%, mientras que las bebidas sin impuesto registraron un aumento de 2.1% en su consumo. Por otra parte, el estudio concluyó que el grupo social con menores ingresos fue el que registró la mayor caída en el consumo de bebidas azucaradas. Una posible explicación de la mayor disminución durante el segundo año de implementación podría indicar que el efecto negativo en el consumo es mayor a medida que transcurre el tiempo y las personas se acostumbran a consumir menos bebidas de este tipo.

A continuación intentaremos brindar una radiografía de la importancia de tales resultados, principalmente al calor del debate público, económico y académico en torno a la efectividad del cobro de un impuesto a las bebidas azucaradas.

Según el sapo es la pedrada

Tanto el sobrepeso como la obesidad son distintos umbrales del Índice de Masa Corporal (IMC), que ayuda a determinar cuánto deberíamos de pesar de acuerdo a nuestra estatura, edad y sexo. Para la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2016) una persona adulta, independientemente del sexo, tiene sobrepeso si su IMC está entre 20 y 25, mientras que se le considera obesa si su IMC es igual o mayor a 30 (ver figura 1). La obesidad y sobrepeso infantil se calculan al comparar la estatura y peso contra los rangos establecidos por la OMS por edades hasta los 19 años.

Según datos de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) en 2012, alrededor del 70% de la población adulta en México padecía sobrepeso, mientras que el 32% era obesa. En la última categoría México alcanzó el segundo sitio entre los países de la OCDE –los 34 países con mayor desarrollo económico del planeta– únicamente por detrás de la cifra reportada para Estados Unidos (36.5%). Parece además que el problema de la obesidad es cultural y se encuentra fuertemente arraigado en parte de la sociedad mexicana. El mismo estudio mostró que casi una tercera parte de los niños en México padecía sobrepeso en 2012.

Los costos que enfrenta el sistema de salud mexicano debido al tratamiento de la diabetes son enormes. En 2016 este padecimiento, la enfermedad crónicodegenerativa que más nos cuesta a los mexicanos, representó el 17.5% del total de gasto programado del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) para la atención de enfermedades en ese año.

Estos resultados son desconcertantes si los comparamos con el nivel de concientización en la sociedad mexicana en torno a la gravedad del problema. Según la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición de Medio Camino 2016 (ENSANUT, 2016), más del 90% de los mexicanos considera que tener obesidad es grave o muy grave, independientemente de si habitan en comunidades rurales o urbanas. Por otra parte, más del 80% de los mexicanos considera que el consumo de refrescos contribuye a la obesidad, causa caries y afecciones cardiacas

El problema del sobrepeso, obesidad y diabetes resulta estremecedor desde este punto de vista. Existe un consenso en la sociedad sobre su gravedad y en el ámbito público sobre sus costos económicos, sin embargo no se ha logrado disminuir su impacto humano y económico. Es como haber resuelto el misterio sobre la identidad del asesino y no poder hacer nada para detenerlo.

Por otra parte, algunos actores, como las refresqueras y los académicos, se han pronunciado en contra del impuesto a los refrescos y otras bebidas similares. En el siguiente apartado explicamos su posición.

La cruzada contra el impuesto a los refrescos

Existen diversos tipos de impuestos que el gobierno puede imponer a una sociedad con la finalidad de regular sus patrones de consumo o producción. En el caso que ahora nos interesa, la idea básica radica en cobrar un sobreprecio por el consumo de un bien específico y que el gobierno recaude ese sobreprecio. Según la interpretación clásica de la curva de demanda, generalmente ante un incremento en el precio de un producto las personas tienden a consumirlo menos, ya sea porque buscarán una alternativa más barata o simplemente porque ya no tendrán dinero para comprarlo. Esta relación se ejemplifica con la pendiente negativa de la Curva de Demanda Individual, la cual representa el hecho de que a mayor precio –más alejado del origen– se consume menor cantidad del producto –más cercano al origen–. Es importante resaltar que en la figura 2 el “Precio 1” corresponde a la “Cantidad 1” y el “Precio 2” a la “Cantidad 2”.

El dinero recaudado por el gobierno a causa del cobro de esos pesitos extra, es gestionado en el mejor de los casos para ser regresado a la sociedad en forma de infraestructura social, carreteras, seguridad, salud, educación, etc.

Los impuestos se pueden dividir en progresivos y regresivos. Los impuestos progresivos son aquellos que cobran un sobreprecio –los pesitos de más– a bienes y servicios que en general consumen las personas con mayores ingresos de un país. Un buen ejemplo sería el “gasolinazo” debido a que la población de mayores ingresos es aquella que tiene la capacidad económica para adquirir uno o varios automóviles. Por otra parte, los impuestos regresivos son aquellos que se cobran a los bienes y servicios que consumen en mayor medida las personas con menores ingresos. El impuesto a cierto tipo de alimentos básicos, como la tortilla o el huevo, podrían ser considerados como regresivos.

El corazón del debate radica en que para sus críticos establecer el impuesto a las bebidas azucaradas es precisamente regresivo. Lo que implica que su imposición no sólo se cobra de manera directa a los más pobres, el grupo social que consume el producto con mayor frecuencia, sino que en términos relativos representa una proporción mayor de su ingreso. ¿Por qué? El cobro de un peso a alguien que gana $ 4,802 –tres salarios mínimos mensuales– , es más significativo que para alguien que gana $161,000, el sueldo promedio mensual de un diputado federal en 2017.

Por otra parte, la industria refresquera y algunos académicos sostienen que el impuesto a los refrescos no es capaz de disminuir el consumo de estos productos. Aún peor, estos críticos suponen que este impuesto es pagado completamente por los consumidores mientras que las grandes refresqueras no se ven afectadas en lo absoluto por la imposición del impuesto. Esto sucede porque la empresa estima que el sector de la población que mayoritariamente compra refrescos actúa como un consumidor cautivo de este producto. ¿Qué quiere decir esto? Que la cantidad de refrescos que consumen no disminuye o lo hace muy poco ante un aumento en el precio del producto, que es la consecuencia final de la imposición del impuesto. Por el contrario, si la empresa estima que el consumo de refresco de la población efectivamente reacciona al movimiento de su precio, ésta decidirá absorber parte del impuesto para impedir que la cantidad vendida de su bebida disminuya; en este escenario el aumento en los precios sería menor al del impuesto.

Las causas por las cuales el consumo de refresco puede no reaccionar ante un aumento en el precio pueden ser de diversa índole: la inexistencia de una bebida sustituta a un precio similar –agua–, que el impuesto sea tan pequeño que no genere un incentivo real a los consumidores para detener su consumo de refrescos, e incluso por razones culturales e históricas –simplemente gusta mucho–.

Expongamos un ejemplo real de este fenómeno. Si una empresa, digamos Coca-Cola, asume que el consumo de refrescos en México es poco sensible a los cambios en el precio, puede optar por traspasar la totalidad del impuesto cobrado al consumidor final. Este traspaso tiene un objetivo claro: mantener intactas las ganancias de la empresa ante el impuesto cobrado por el gobierno a través del aumento en el precio de la bebida en la misma proporción que el impuesto. De esta manera, tanto la cantidad vendida como las ganancias se mantienen relativamente constantes después de la implementación del impuesto, mientras que el precio para los consumidores aumenta en la misma magnitud.

Por cierto, este fenómeno en realidad ocurrió, como lo documentó el periódico El Financiero en su nota “Coca-Cola se adelanta: sube un peso sus refrescos” del 15 de noviembre de 2013 en donde los primeros dos párrafos dicen:

Todavía no entra en vigor el impuesto de un peso por litro para las bebidas azucaradas, establecido en la reforma hacendaria para aplicarse a partir del 1 de enero de 2014, y Coca-Cola ya aumentó el precio de sus bebidas.

El incremento fue de un peso al importe de sus refrescos por presentación.

Un último punto, pero no menos importante, es que los estudios que apoyan el impuesto basan sus conclusiones en la cantidad de refresco consumido y no en la ingesta de calorías, las cuales en última instancia son las que determinarían los niveles de obesidad y sobrepeso. Las fuentes de alimentos y bebidas con altos contenidos calóricos son múltiples y los estudios a menudo encuentran dificultades para tomarlas en consideración de manera simultánea, así como para asociarlas a factores económicos relevantes como la facilidad de encontrar un sustituto al consumo de refresco –fuentes de agua potable–, relación entre el precio de los alimentos con un excesivo contenido calórico y aquellos con un nivel calórico aceptable, horas de trabajo promedio –sedentarismo–, etc. Desde este punto de vista la relación causa-efecto se vuelve más ambigua y compleja que simplemente asociar la reducción en el consumo de un producto con la disminución de la obesidad o la diabetes tipo II.

Para cerrar sin llave…

El problema de la obesidad, el consumo de los refrescos y los costos humanos y económicos que causa la diabetes son innegables. La necesidad de diseñar e implementar políticas públicas enfocadas a la reducción de estos problemas en México es crucial. Sin embargo, la implementación de un impuesto a los refrescos en un ambiente socioeconómico y cultural como el nuestro puede llegar a tener implicaciones poco claras. El carácter regresivo del impuesto resalta no sólo la ineficiencia de la recaudación fiscal histórica del gobierno, sino que introduce a la discusión dos grandes problemas estructurales de la economía mexicana: la caída del poder adquisitivo de los salarios y la desigualdad en el ingreso salarial.

A pesar de todo, la experiencia mexicana ha sido y será valiosa en muchos aspectos. El aparente éxito de la estrategia aplicada en México instó a otros gobiernos a discutir la posibilidad de implementar un impuesto similar, pero que viven realidades económicas muy distintas a México. Durante las pasadas elecciones presidenciales de Estados Unidos, no sólo se eligió a Donald Trump como mandatario, también Oakland, San Francisco y Albany –las tres ciudades pertenecientes al área de la Bahía en California–, además de Boulder en Colorado y Cook County en Illinois, aprobaron imponer impuestos que van de uno a dos centavos por onza de bebida azucarada.

Si bien es cierto que la estrategia de gravar con un impuesto las bebidas azucaradas parece haber disminuido su consumo, sería reduccionista pensar que el abatimiento moderado en el consumo de un producto puede modificar la fuerte tendencia de la obesidad y la diabetes en México. Esta podría ser una posible explicación de los altos índices de obesidad, sobrepeso y diabetes a pesar de los elevados niveles de concientización de la sociedad mexicana. Es por esta razón que es importante establecer en la población programas de salud y nutrición eficientes además de exigir la transparencia en el uso de los recursos presupuestales, principalmente en los obtenidos a través de este impuesto. Además es fundamental impulsar una estrategia amplia y multifactorial que combata de manera eficiente la epidemia mexicana por excelencia del siglo XXI.

Referencias:

  • OCDE (2014) La obesidad y la economía de la prevención fitnotfat hechos claves – México, actualización 06 2014. Consultado 19 agosto 2014 www.oecd.org/health/healthsystems/Obesity-Update-2014-MEXICO
  • INEGI (2017). Principales causas de mortalidad por residencia habitual, grupos de edad y sexo del fallecido. Consultado el 26 de mayo de 2017 en
    http://www.inegi.org.mx/est/contenidos/proyectos/registros/vitales/mortalidad/tabulados/ ConsultaMortalidad.asp
  • Cochero, M. A., Rivera-Dommarco, J., Popkin, B. M., & Ng, S. W. (2017), “In Mexico, evidence of sustained consumer response two years after implementing a sugarSweetened beverage tax“, Health Affairs, 10-1377.
  • OMS (2016). Obesidad y sobrepeso. Nota descriptiva N°311. Consultado el 26 de mayo de 2017 en http://www.who.int/mediacentre/factsheets/fs311/es/
  • Instituto Mexicano del Seguro Social.. (2016). Informe al Ejecutivo Federal y al Congreso de la Unión sobre la situación financiera y los riesgos del Instituto Mexicano del Seguro social, 2015-2016: presentación. Instituto Mexicano del Seguro Social, Consejo Técnico.

Fuente: Ciencionarama