No todo es lo que parece: algunos virus pueden ser buenos

Como los villanos en las malas películas, hay realidades que se antojan ajenas al matiz, formas de maldad pura. Los virus podrían parecer una de ellas. Al fin y al cabo “virus” viene del latín, donde significa veneno; al fin y al cabo virus son los del ébola y los del VIH, verdaderos asesinos a los que cuesta entrever algún atisbo de bondad, por lo menos desde nuestro particular lugar en el mundo. Incluso virus menos letales, como los de la gripe, distan de ofrecer algún beneficio más allá de su propia voluntad por sobrevivir.

Pero parece que a la naturaleza no le acaban de gustar las formas puras. Porque resulta que también hay virus buenos, si como buenos entendemos que proporcionan beneficios más allá de su propia supervivencia. Por ejemplo: el virus GBV-C, que en un principio se relacionó con el de la hepatitis C, resulta que no ataca al hígado, sino que infecta a los linfocitos de nuestro sistema de defensa, y al hacerlo dificulta la acción del virus del sida. Por eso, aunque no estén protegidos, los millones de personas que en el mundo portan el GBV-C tienden a sobrevivir más tiempo cuando son infectados por el VIH. Pero los beneficios no tienen que ver solo con resistencias frente a otras infecciones: en los últimos años se ha visto que algunos virus pueden ayudar al desarrollo intestinal, o incluso que los virus que llevamos incorporados en nuestro ADN participan en el crecimiento del sistema nervioso, y que sin ellos no sería posible la formación de la placenta: que, ni más ni menos, han permitido nuestro desarrollo en el vientre materno. A continuación detallamos algo de lo que se sabe sobre todo ello.

Virus intestinales: ¿tan buenos como las bacterias?

Por cada célula puramente humana, existen 10 bacterias en nuestro cuerpo. Forman lo que se considera el núcleo del microbioma, el conjunto de microorganismos que nos habita, el cual  pesa de media unos dos kilos y al que ya se considera como “el último órgano”. Sus funciones, más allá de contribuir a la digestión, empiezan a ser innumerables: participan en el desarrollo del sistema inmunitario, regulan el metabolismo (influyen en la obesidad y en el riesgo de diabetes), e incluso parecen comunicarse con el sistema nervioso (hay estudios que las han asociado con la ansiedad y con el riesgo de autismo). De ahí que su desequilibrio también tenga contrapartidas: por ejemplo, alteraciones en las poblaciones bacterianas se han relacionado con enfermedades autoinmunes, como la colitis ulcerosa y la enfermedad de Crohn. Y eso era precisamente lo que estudiaba el grupo de Kenneth Cadwell, de la Universidad de Nueva York, cuando un cambio sin importancia alteró por completo su investigación.

“Nosotros usábamos un tipo de ratón con una mutación en un gen que provoca la enfermedad”, comenta Cadwell. “Pero cuando los movimos a otro estabulario (con mayores condiciones de asepsia) descubrimos que ya no la desarrollaban, así que algo en el entorno tenía que ser lo que la estaba provocando.”

Ese algo era un virus, el llamado MNV.CR6 un Calicivirus que infectaba a los ratones en el primer estabulario, pero que no entraba en el segundo. Y lo curioso es que compartía muchas características con las bacterias que suelen poblar nuestros intestinos: en el ratón el virus no produce síntomas (como las bacterias), puede persistir en el intestino durante grandes periodos de tiempo (como las bacterias) y en animales susceptibles es capaz de iniciar la enfermedad (justo como las bacterias hacen). Si hacía tantas cosas parecidas, ¿podría también aportar algunos de sus beneficios?

Las bacterias son fundamentales para el desarrollo del intestino y de sus sistemas de defensa. Los ratones de laboratorio que existen sin ellas acumulan muchísimos problemas, y presentan intestinos profundamente desestructurados. Algo que ocurre también cuando a ratones normales se les trata con cócteles de antibióticos, y que se recuperan cuando se vuelven a administrar las bacterias perdidas. Si es así, una buena forma de probar el papel del virus era inoculándolo a esos dos tipos de ratones. Eso fue lo que hicieron: y los resultados fueron sorprendentes. Por sí solo, el virus era capaz de llevar a cabo una gran parte de los beneficios que la heterogénea población de bacterias conseguía también: en 10 días lograba restablecer en gran medida la forma original de las células, mejoraba la función glandular y aumentaba las defensas.

Pero, ¿sucede esto en humanos? Aún no se sabe: el mismo tipo de virus provoca en nosotros una gastroenteritis aguda, así que no parece un buen candidato. Pero hay datos alentadores: el grupo de Cadwell comprobó que la mayor parte de su acción dependía del interferón, una molécula de lo más común en las reacciones del cuerpo a los virus. Y, entre ellos, “algunos como otros Calicivirus o los Circovirus normalmente no provocan síntomas, por lo que serían buenos candidatos. Probablemente dependa de que estén en el lugar correcto en el momento correcto”, aventura Cadwell.

Para Ignacio Bravo, jefe del grupo de Infecciones y Cáncer en el Instituto Catalán de Oncología, y que no ha participado en el estudio, éste “tiene mucho sentido, ya que el sistema inmunitario ha evolucionado para encontrarse con patógenos. El no encontrarlos hace que pueda actuar a veces de forma errática. De hecho, todos nosotros llevamos sin darnos cuenta virus de baja intensidad, que no provocan enfermedades. No me sorprendería que algunos de ellos pudieran facilitar el funcionamiento adecuado de muchos procesos necesarios para nosotros”.

Ahora, por tanto, se trata de encontrar quiénes pueden estar favoreciéndonos. La búsqueda es inmensa: si se tienen en cuenta los océanos, se estima que existen hasta 1031 (se cansarán de poner ceros) partículas virales, de las cuales solo se conoce la secuencia completa de un 1%. Y de entre los que nos pueblan se piensa que hay hasta 10 veces más que bacterias: la mayoría se dirigen a ellas, algunos parasitan nuestras células. Incluso se afirma que cada uno sufrimos al menos 10 infecciones virales crónicas (como herpes o papilomas). Hay donde buscar, y por eso ya se plantea un proyecto Virioma, al estilo del proyecto Microbioma. Pero no es fácil. Como apunta Bravo, “en muchos casos no sabemos exactamente qué buscar, porque es difícil distinguir lo que es una señal de lo que es ruido. Por ejemplo, en los grandes estudios de secuenciación encontramos fragmentos que no se parecen a nada. Pueden ser virus, pero también cualquier otra cosa”. Para Cadwell, los virus “son más variables y tenemos menos referencias que con las bacterias. Se están generando montones de datos, pero lo difícil ahora es darles sentido”. Sentido como el que se está encontrando a otros virus, mucho más antiguos. Los que llevamos en el ADN.

Retrovirus y transposones: cada vez más lejos de la basura

De todo el genoma, solo el 2% sirve para hacer proteínas. Al resto se le consideraba hasta hace poco ADN basura. Pero cada vez parece más cierto que pocas cosas están más lejos de la realidad: que gran parte de esa basura tiene funciones hasta ahora desconocidas. Y en ese basurero, el 8% son retrovirus, antiguos virus que perdieron su potencial infeccioso y se alojaron en nuestro ADN, viajando con nosotros sin fecha de caducidad.

Y ahora empezamos a ver algo de lo que pueden hacer. Aunque en general están muy controlados (la célula los metila, les pone encima unas marcas químicas para silenciarlos), hay momentos en que se agitan. Y esto es especialmente cierto en el sistema nervioso, donde no solo las marcas tienden a ser más laxas, sino que en el desarrollo del cerebro están especialmente activos. “Los datos nos indican que tiene lugar algo parecido a una explosión en la expresión de estos elementos cuando las células nerviosas se diferencian hacia células adultas”, apunta Johan Jakobsson, investigador en la Universidad de Lund, en Suecia. Su equipo ha identificado cómo se regulan parte de esos procesos, y ha comprobado que en esos periodos los retrovirus son capaces de cambiar el comportamiento de los genes vecinos, regulando sus funciones. Aunque aún no se sabe exactamente lo que conllevan, “utilizarlos permite lograr mucha más complejidad, sobre todo si se tiene en cuenta que suponen gran parte del genoma”.

Más aún: hasta el 50% de la secuencia genética son transposones, fragmentos de ADN que en algún momento pudieron moverse por él —incluso saltando de cromosoma— y “cuyo origen se piensa que está también en virus particularmente antiguos e incorporados”, asegura Bravo. Y no solo no son basura, sino que parece que gracias a ellos nacemos como nacemos, con un embarazo y una placenta como los conocemos. Analizando la genética de diferentes especies, más y menos lejanas a nosotros, se comprobó que, para que pudiera formarse la placenta, se regulaba toda una orquesta de genes, muchos de los cuales estaban al lado de transposones. Y que estos dependían a su vez de la progesterona, una de las principales hormonas del embarazo. Como los mismos autores afirman, es una estrategia lógica: los transposones se encuentran por todo el genoma, así que permiten a la progesterona regular todo un concierto de genes a la vez, tomar el camino más corto.

Eso sí, no todo son buenas noticias. En medio del caos pseudo-organizado que una célula es (y del que aún desconocemos una gran parte), parte de estos virus tan nuestros pueden expresarse, y aunque no dan infecciones como tales sí pueden formar proteínas parecidas a algunas de las que se encuentran en nuestros tejidos. Por eso se cree que están detrás de algunas enfermedades autoinmunes. Una de ellas es la esclerosis múltiple, donde nuestro cuerpo fabrica defensas contra las proteínas víricas, pero al actuar dañan a la vez el recubrimiento de los nervios. Por eso se están haciendo ya ensayos con anticuerpos que bloqueen estas proteínas, y que podrían ayudar al tratamiento de los pacientes.

Los virus como aliados en la lucha contra enfermedades

Hay un paso más: aprovechar los virus. Algo que ya se está haciendo.

Laboratorios de medio mundo los usan para introducir genes en las células y animales de investigación, para crear modelos de enfermedades que puedan ser estudiadas. La ingeniería genética ha permitido desmontar sus componentes para que los virus no puedan reproducirse, pero sí mantengan su potencial de entrar hasta el mismo ADN. Incluso de regular el gen que transportan desde el exterior.

Otro paso más: utilizarlos para atacar el cáncer. Son los llamados virus oncolíticos, virus modificados para que únicamente ataquen a las células tumorales. Las ventajas, múltiples. De conseguirse, no sólo serían teóricamente específicos (al contrario de la quimioterapia, que ataca también las células sanas), además se replicaría mientras el tumor existiese, aumentando así su fuerza. De momento es una vía todavía en estudio, pero es uno de los caminos de la nueva inmunoterapia contra el cáncer.

Al fin y al cabo, en esencia los virus serían un ejemplo extremo del gen egoísta, la teoría de Richard Dawkins: pequeñas partículas que solo buscan sobrevivir. Pero que, aun con esa meta al fondo, son capaces de integrarse en nuestro ADN, que no son unos malos huéspedes. Y resulta también que los podemos usar, que podemos forzar su evolución.

Fuente: investigacionyciencia.es