Las piedras preciosas guardan mensajes del corazón de la Tierra

Por el año de 1920, Justo Daza, un minero experimentado, y Fritz Klein, un ingeniero en minas, se abrían paso por las empinadas terrazas montañosas de Chivor, un legendario sitio de esmeraldas en el noreste de Colombia. Rompían rocas con grandes varas de metal y explosivos que introducían en hoyos taladrados. Buscaban nuevas vetas de esmeraldas y no encontraban ninguna.

“Vámonos de aquí”, dijo Klein. “Esta zona está muerta”.

“No, no, no”, insistía Daza. “Aquí hay esmeraldas, lo sé”.

Klein se encogió de hombros. “Bueno, un intento más, pero es el último”.

Elevaron la dosis de explosivos y abrieron un hoyo que reveló prometedores destellos de una veta mineral. Klein metió el brazo en el hueco y comenzó a hurgar por ahí. Pescó pedacitos de cuarzo, feldespato y apatita —un mineral de fosfato como el que se encuentra en huesos y dientes—.

Exploró más profundamente, hasta que por fin su mano atrapó algo grande, denso, pluriforme y electrizante. Incluso sin ver, Klein sabía que había encontrado “oro” verde.

Los buscadores habían desenterrado lo que se llamaría la esmeralda Patricia: un sorprendente cristal de doce caras, más o menos del tamaño de una lata de sopa, con un peso de 632 quilates y un color verde tan puro y vívido que jurarías que la piedra realiza la fotosíntesis.

Klein vendió su hallazgo en decenas de miles de dólares, mientras que el colombiano Daza “recibió diez dólares y una mula”, dijo Terri Ottaway, el curador del museo en el Instituto Gemológico de Estados Unidos.

Aunque quizá el mayor beneficio fue para el público: más tarde la piedra fue donada al Museo de Historia Natural de Estados Unidos en Nueva York y, hoy en día, la esmeralda Patricia sigue siendo una de las esmeraldas más grandes sin cortar del mundo. Será la estrella cuando la remodelación de las salas de gemas y minerales del museo concluya en 2019.

En su belleza cruda y de pilar, Patricia encapsula una característica a menudo ignorada de las gemas, en especial las que consideramos “preciosas”: diamantes, rubíes, zafiros y esmeraldas. Podemos codiciar las piedras como adorno personal y presumir un estatus; podemos imbuirlas de ideas románticas, exóticas y del titileo del atraco de joyas hollywoodense.

Sin embargo, su poder real reside en lo que revelan sobre el dinamo que las forjó: el planeta Tierra.

Para los científicos, una gema es un mensaje en una botella, excepto que el mensaje es la botella misma, una pista brillante de las fuerzas físicas, químicas y tectónicas extremas que operan en la profundidad del planeta.

Lo que es más, muchas de las cualidades que ayudaron a volver prominentes a las “cuatro grandes” (diamantes, rubíes, zafiros y esmeraldas) en primer lugar —su dureza excepcional, su rareza, así como la profundidad y el brillo de su color— también son clave para el valor científico de las joyas.

Las piedras preciosas nacen de la lucha, de matrimonios forzosos entre elementos químicos hostiles, y son lo suficientemente duras para sobrevivir a cataclismos que arrasan con todo a su alrededor.

“La Tierra es un laboratorio químico increíble y gigante, y un lugar sucio donde se forman los cristales”, dijo Jeffrey Post, curador de la Colección de Gemas y Minerales del Museo Nacional Smithsoniano. Sin embargo, esas impurezas les otorgan a las gemas su color y carácter “y nos dan a nosotros información vital sobre las estructuras de los cristales”.

Las reglas de la ciencia gemológica no están grabadas en piedra. Recientemente, los investigadores se han maravillado al descubrir que algunos de los diamantes más grandes y valiosos del mundo, que se llegan a vender en cientos de millones de dólares, se originaron a 400 kilómetros o más por debajo de la superficie, el doble de la profundidad calculada con anterioridad para los depósitos de diamantes.

Algunos diamantes resultan ser sorprendentemente jóvenes, de mil millones de años, en vez de la edad promedio para los diamantes, de dos o tres mil millones de años. Otros investigadores han vinculado la creación de rubíes con los choques entre masas continentales y proponen que las joyas rojas se llamen “gemas de placas tectónicas”.

Un equipo de la Universidad de Columbia Británica analizó unos depósitos de zafiro descubiertos hace poco en el territorio Nunavut, en Canadá, y concluyó que las piedras de ese lugar habían sido generadas por una novedosa “receta” geoquímica diferente de cualquiera descrita para la formación de zafiros de otras partes del mundo.

Tienes que empezar con sedimentos de tierra caliza que contengan las impurezas minerales correctas —¡la nefelina no puede faltar!— y luego exprimes y calientas la masa rocosa a 800 grados Celsius. Añades fluidos y la dejas enfriar. Por último, justo cuando el creciente ensamblaje mineral muestra señales de inestabilidad, le inyectas de nuevo fluido y guardas el cristal. El tiempo total de cocción son aproximadamente 1750 millones de años.

“Si falta un paso”, dijo Philippe Belley, un geólogo de la Universidad de Columbia Británica, “no obtendrás zafiros”.

En el pasado, los geólogos a menudo desdeñaban las piedras preciosas, calificándolas de baratijas, y a la ciencia gemológica, de oxímoron. “Las gemas se consideraban burdos materiales comerciales, indignos de un académico”, dijo George Harlow, curador de Ciencias Terrestres y Planetarias en el Museo de Historia Natural de EE. UU.

Más recientemente, los geólogos han logrado ver la luz (refractada). “Mis colegas saben que un curso de piedras preciosas como parte introductoria de la educación universitaria es bueno para enganchar”, dijo Harlow. Post, del Smithsoniano, lo llama ciencia disimulada. “Es una gran forma de hacer que la gente se acerque”, dijo. “Si pones un letrero con la palabra ‘Geología’, nadie llega, pero si dices: ‘Camino hacia el diamante Hope’, todos quieren saber más”.

Harlow sugirió que las piedras preciosas obtuvieron muy buena reputación en parte por su asociación con el oro. Dado que son piedras insolubles, terminaron concentradas al fondo de las camas de ríos, a menudo cerca del similarmente insoluble oro. Enaltecido como decoración de gobernantes y reyes, ¿por qué no lo serían también las piedras brillantes encontradas junto a él?

La palabra diamante se deriva de los términos griegos para “indestructible” y “lo que no puede ser domado”, dijo Harlow, “y esas propiedades metafísicas atribuidas hacían que el gobernante se viera aún más importante”.

Los diamantes no son indestructibles, pero son la sustancia más dura conocida y se les ha dado la calificación de 10 en la escala de dureza de Mohs en cuanto a su resistencia a las rayaduras. Detrás de la imposibilidad de alterar un diamante, está su estructura de tres dimensiones, un repetitivo entramado cristalino de átomos de carbón, cada uno unido fuertemente a cuatro vecinos arriba, abajo y a ambos lados.

Convencer a una gran cantidad de átomos de carbón de unir sus extremidades en todas las direcciones requiere fuertes latigazos de mucho calor y presión, como hasta hace poco solo podía suceder debajo de la superficie terrestre. En teoría podría decirse que el manto de la Tierra, que se cree contiene cerca del 90 por ciento del suministro de carbón del planeta, brilla porque contiene tantos diamantes en distintas etapas de formación.

Sacar esas piedras a la superficie en un estado en el que puedan usarse como joya es otro asunto. Los diamantes deben surgir de abajo rápidamente —por ejemplo, a través de una erupción volcánica— o terminarán como carbón.

Los investigadores también pueden fabricar diamantes en el laboratorio, aunque los resultados a menudo se destinan más a la industria que a una tienda Tiffany. Sin embargo, hay que aclarar que los científicos tampoco pueden, ni remotamente, crear algo tan celestial como el diamante Hope, el diamante azul más grande del mundo con toda una historia detrás.

Fue descubierto en India; se vendió al rey de Francia Luis XIV en 1668; fue robado durante la Revolución francesa; reapareció cincuenta años después en la colección del banquero holandés Henry Philip Hope —de ahí su nombre—; fue vendido por el heredero quebrado de Hope; y luego pasó de mano en mano, algunas de ellas desafortunadas, por lo que lo rodeó la creencia de estar “maldito”.

Después de que el joyero Harry Winston donó el diamante al Instituto Smithsoniano en 1958, enviando despreocupadamente la enorme joya de Nueva York a Washington por correo, creció la fama del diamante. Cuando Jackie Kennedy, entonces primera dama estadounidense, gestionó que se prestara un mes al Louvre de París, la Galería Nacional de Arte de Washington recibió en agradecimiento la Mona Lisa de Da Vinci.

Desde entonces los investigadores han estudiado al diamante de 45 quilates con todas las herramientas no invasivas de su arsenal, buscando entender la distribución precisa de los átomos de boro que le dan a Hope su tinte azul metálico y por qué el diamante emite, o fosforesce, una sombra espectral de color naranja sangre cuando se expone a la luz ultravioleta. Post sospecha que la fosforescencia es resultado de interacciones entre impurezas de nitrógeno y boro en su estructura casi perfecta de carbono.

La mecánica de la coloración figura de manera aún más prominente en la génesis de las gemas con color. Después de todo, los zafiros y rubíes están hechos del mismo mineral básico, el corindón, una colaboración cristalizada de aluminio y oxígeno que sería transparente e incolora si no fuera por un artificio químico.

Con una calificación de dureza de Mohs solo un punto por debajo de la de los diamantes, el corindón se convierte en un rubí rojo a través de la adición oportuna de átomos de cromo. Las investigaciones recientes sugieren que el cromo es lanzado a la corteza desde el manto de la Tierra cuando se encuentran masas continentales.

Un zafiro es un cristal de corindón de cualquier color excepto rojo, aunque mucha gente considera que el zafiro verdadero es azul. En ese caso, el color azul es el resultado de electrones que brincan de ida y vuelta entre dosis casi homeopáticas de átomos de titanio y acero esparcidos por el cristal.

“Se llama transferencia de carga de intervalencia”, dijo Harlow. “Casi no puedes medir la cantidad de acero y titanio, pero el pequeño efecto produce un color intenso”.

Las esmeraldas son las más suaves de las piedras preciosas, con una puntuación de Mohs de entre siete y ocho, y las más finas son piezas de una ciénaga fosilizada. Su base mineral es sobre todo aluminio y sílice, con una infusión crucial de berilio, un elemento ligero, raro y extremadamente tóxico.

Pero “si estás considerando hacer tus propias esmeraldas, detente”, dijo Ottaway. Las esmeraldas se forman durante la creación de montañas, cuando las rocas de lutita y caliza se elevan y comprimen. “Es un efecto de espátula gigante, que mueve a las soluciones calientes”, explicó Ottaway. La sal se disuelve en el barro caliente, convirtiéndolo en salmuera, y esta queda atrapada en bolsas que luego funcionan como pantanos, absorbiendo materia orgánica y metales tóxicos, incluyendo el berilio, que entonces se incorpora a cristales crecientes de silicato de aluminio.

Los agentes colorantes son cantidades pequeñas de vanadio y cromo, que pueden hacer un rubí rojo pero que en el contexto de la estructura del berilo reflejan el verde.

En las esmeraldas nacidas en las montañas de Colombia, el verde es cromático y espectacularmente limpio. Los depósitos de pirita absorben cualquier acero en la zona que de otra manera adulteraría el cristal y enlodaría los poderes refractivos del berilo.

“Es por eso que las esmeraldas colombianas son tan fabulosas”, dijo Ottaway. “Puedes quedar absorto al observar una de esas increíbles piedras”.

Fuente: NYT