Las historias de horror de los parásitos que controlan la mente de sus víctimas

En la naturaleza que inspira las películas de Disney se pueden encontrar también los más espeluznantes relatos de terror. Una de las mejores fuentes de ese tipo de historias son las relaciones entre parásitos y huéspedes en el mundo de los insectos. Millones de años de evolución han permitido la aparición de sofisticados mecanismos de algo parecido al control mental en el que las víctimas entregan sus vidas para beneficio del organismo que les ha infectado. Animales que se suicidan para que los parásitos puedan alcanzar su objetivo o insectos que se quedan velando por la seguridad de las crías de su asesino mientras estas le devoran por dentro despiertan el interés de la neuroparasitología, una rama que trata de comprender las bases biológicas de estas prácticas despiadadas.

En un artículo que se ha publicado en Frontiers in Psychology, un grupo de investigadores de la Universidad Ben-Gurion del Negev, en Israel, ofrece algunos ejemplos de manipulación del sistema nervioso de la víctima y los esfuerzos que se están realizando para explicarlos.

Uno de los usos que los parásitos hacen de sus víctimas es el de emplearlos como medio para reproducirse y dispersarse. Es el caso del Dicrocoelium dendriticum, que comienza su ciclo en el hígado de animales como las ovejas. Allí ponen huevos que después son expulsados a través de las heces y pasan a infectar a caracoles que se alimentan de ellas. A continuación, los caracoles producen unas mucosidades que atraen a las hormigas y acaban infectadas por los parásitos. Mientras la mayoría de los parásitos se queda en el hemolinfo, la sangre de las hormigas, uno solo de los parásitos migra hasta la cabeza del insecto y, se cree, comienza a segregar algún tipo de sustancia química que sirve para controlar su comportamiento.

Una vez infectada, la hormiga sigue comportándose como una más de su colonia, pero cuando cae la tarde y el aire se enfría, abandona al grupo y se sube a lo alto de una brizna de hierba. “Una vez allí, se sujeta mordiendo con fuerza y espera a que algún animal la devore”, explican los autores del trabajo, liderado por Frederic Libersat. Si cuando amanece, la hormiga ha salvado la vida, regresa a su colonia y se comporta normalmente hasta que vuelve a anochecer. En ese momento, el parásito toma el control de nuevo y regresa a una brizna de hierba a la espera de acabar en el hígado de un animal en el que el parásito pueda completar su ciclo.

Otro tipo de manipulación mental entre insectos es el que permite controlar a las víctimas para que cuiden de las crías que les han inoculado. Esto se ha observado en varias relaciones entre avispas y orugas. Las avispas (Glyptapanteles), por ejemplo, inyectan con un picotazo sus huevos en las orugas (Thyrinteina leucocerae). Ya con los parásitos dentro, el animal se recupera rápido y continúa alimentándose. En su interior, hasta 80 larvas crecen durante dos semanas antes de perforar su cuerpo y salir al exterior. Una o dos larvas permanecen dentro de la oruga y, por un mecanismo desconocido, lo convierten en una especie de espantapájaros. Tomando el control de su organismo, le provocan unos espasmos que sirven para mantener alejados a los depredadores que podrían atacar a sus hermanas. Según los autores, este tipo de comportamiento supone una reducción importante de la mortalidad de las pequeñas avispas.

Las interacciones parasitarias se pueden complicar aún más. Existe un tipo de oruga (Maculinea rebeli) capaz de infiltrarse en las colonias de las hormigas Myrmica schencki. Imitando la química de la superficie de estos insectos el gusano es capaz de evitar sus defensas. Y no solo eso. Su imitación de los sonidos de la hormiga reina, le hacen ganarse las atenciones que solo esta tiene dentro de su colonia. De hecho, parece que es la propia hormiga reina la única consciente de la farsa y la única que trata a la oruga como si fuese el enemigo.

Pero estos astutos gusanos no están a salvo de otros parásitos con capacidades de control mental. La abeja Ichneumon eumerus encuentra a su futura víctima buscando colonias de hormigas. Cuando encuentra una, se acerca y, de repente, azuzadas por las sustancias químicas que recubren el cuerpo de la avispa, las hormigas que deberían defender su hogar de la intrusa comienzan a atacarse entre ellas. Aprovechando la confusión, la avispa se interna en la colonia y ataca a la oruga que se estaba haciendo pasar por reina de las hormigas.

Este tipo de comportamientos, frecuente entre insectos, tiene un ejemplo bien estudiado entre los mamíferos. La toxoplasmosis, provocada por el parásito Toxoplasma gondii, produce un efecto en los ratones parecido al de los Dicrocoelium dendriticum que hacen trepar a las hormigas a lo alto de briznas de hierba para esperar a ser devoradas. Los roedores infectados, a diferencia de lo que tienen por costumbre, se sienten atraídos por el olor de la orina de los gatos. De esa forma, el parásito logra pasar de ratones a gatos para completar su ciclo vital. Los parásitos producen este cambio de comportamiento produciendo quistes en el cerebro de los animales que producen una enzima que limita los niveles de dopamina. Con un exceso de este neurotransmisor en el organismo, los roedores se vuelven temerarios, algo que se ha observado en algunos humanos infectados por toxoplasmosis. Aunque la hipótesis aún plantea dudas, hay quien plantea que ese efecto es el recuerdo de una época en la que nuestros ancestros también eran comida para grandes felinos y los parásitos trataban de controlar nuestra mente para satisfacer sus necesidades vitales.

Fuente: elpais.com