Darwin y Melville cara a cara en las islas Galápagos

Charles Darwin, año 1835: “Quince de septiembre: El Beagle arribó a la isla más meridional de las Galápagos. Este archipiélago consta de diez islas principales, de las cuales cinco tienen un tamaño mucho mayor que el resto. Están situadas bajo la línea del ecuador y a una distancia de entre 500 y 600 millas de la costa occidental de América. Todo el conjunto es de formación volcánica”.

Herman Melville, año 1843: “Pensad en veinticinco montones de ceniza diseminados aquí y allá por un solar de las afueras de la ciudad; imaginad que algunos son tan grandes como montañas y que el descampado es el mar, y tendréis una idea exacta de la apariencia general de Las Encantadas. (…) No cabe duda de que ningún lugar en el mundo puede compararse, por su desolación, con este archipiélago”.

El texto de Darwin es el comienzo de la parte de su diario por las islas Galápagos: una breve escala de poco más de un mes en su viaje de cinco años a bordo del Beagle, y sin embargo el germen de El origen de las especies, la idea de la selección natural y los conceptos que cambiarían la forma de ver la biología entera, ser humano incluido y no librado.

El de Melville es el inicio de su relato de viaje ‘Las Encantadas’, la otra forma como se conoce a las mismas islas. Porque Melville pasó dos años embarcado y de ese tiempo surgieron varios de sus textos y novelas. Entre ellas, cómo no, Moby Dick. ¿No recuerda acaso este comienzo a aquel de “Llamadme Ismael”?

Y ambas visiones –tan parecidas a veces, tan distantes en general– aparecen por primera vez reunidas, puestas cara a cara en un solo volumen titulado Las Encantadas. Derivas por Galápagos. Con numerosas ilustraciones antiguas, algunas del propio Darwin, la elegante edición acompaña los relatos con tres textos y poemas contemporáneos intercalados, queriendo de alguna manera enfrentar y acercar lo que desde hace tiempo se conoce como ‘las dos culturas’, el término que C.P. Snow acuñó para referirse a la distancia entre las ciencias y las letras o la ruptura de las humanidades.

He aquí un pequeño cara a cara.

Darwin en las Galápagos, el germen de la revolución

El párrafo inicial es una muestra de la visión y la forma de expresión darwiniana: receptiva, fluida, analítica pero ante todo descriptiva. Por aquel entonces apenas tiene 26 años, no es todavía el personaje ni el naturalista que llegaría a ser –de hecho fue contratado para el viaje como geólogo–, pero sus diarios permiten acercarnos a su modo de observar y pensar, al proceso previo a la sedimentación de sus ideas, del relumbrón final.

Porque El origen de las especies no se publicaría hasta 24 años más tarde, y acuciado por Alfred Russel Wallace, que había llegado independientemente a ideas muy parecidas. Si no se recuerda más a Wallace quizás sea por la fuerza del estilo de Darwin. Como se menciona en el primer texto del libro, Darwin todavía era un aprendiz: su teoría aparecería después, a partir de un viaje que se agigantó en el recuerdo. Ni siquiera recogió muestras suficientes de los famosos pinzones que alentarían su idea, como él mismo asume en un párrafo que es una muestra de humildad e intuición, donde se atisba ya el germen de lo que habría de venir: la revolución de la adaptación y la selección natural.

“Ya he señalado que en las trece especies de pinzón terrestre se da una gradación casi perfecta entre los picos, que van de uno extraordinariamente grueso a otro tan fino que parece comparable al de la curruca. Es mi sospecha que distintos miembros de esta serie están circunscritos a islas diferentes; por tanto, si hubiera recogido todos en una única isla, la gradación no habría sido tan perfecta. Está claro que si varias islas tienen cada una su especie particular de un mismo género, puestas todas juntas ofrecerán una variada gama de rasgos. Pero no hay espacio en este trabajo para abundar en tan curioso asunto”.

En este trabajo lo que hay es un diario de viaje, de mentalidad científica pero narrado para sí mismo, donde caben gran cantidad de descripciones geológicas, de aves, lagartos y tortugas. Y donde cabe también la anécdota curiosa: “A menudo me subía a su grupa y entonces, tras hacer tamborilear los dedos en la parte de atrás del caparazón, la tortuga se levantaba y empezaba a andar; pero me era muy difícil mantener el equilibrio”. Donde destaca la mansedumbre de los pájaros, que huyen de sus depredadores pero jamás del hombre. Algo que también observó el propio Melville… en los peces.

Melville o la fuerza de la leyenda

Melville llegó a las islas apenas diez años después de Darwin, así que lo que allí encontró apenas podía diferir. Pero un mismo paisaje desata diferentes visiones. Para empezar, Melville no se refiere a las islas como Galápagos, sino como ‘las Encantadas’. El escritor, una suerte de Hemingway marino, rudo, colérico y fuerte pero sutil, las ve como las veían los marineros antiguos: un archipiélago brumoso, completamente aislado a 1.000 kilómetros de Ecuador, en medio de cambiantes corrientes marinas que tan pronto acercan como alejan a los barcos. Un nombre que “se debe en parte al aire de mágica desolación que tan particularmente las rodea”.

Melville está mucho más atento a la emoción y a la leyenda. En su relato –dividido en diez cuadros– aparecen piratas, balleneros, náufragos e historias más o menos reales de seres que se creían endemoniados. Él mismo lo reconoce: “Yo, inconscientemente, hago uso de esta virtud gatuna, y juego con el ánimo del lector: pues si no se siente, se lee en vano”.

Pero también aparece la naturaleza agreste y sorprendente de las islas. Aparecen las aves y las tortugas y su firme tesón. Y también la mansedumbre como algo atemporal, una especie de encantamiento ajeno a la humanidad: “¡Pobres peces de Redonda! Sois víctimas de vuestra ingenuidad, os contáis entre aquellos que, sin más consideración y pese a no entenderla, confían en la naturaleza humana”.

Ese mismo pseudocatálogo irónico lo aprovecha el poeta Francisco Ferrer Lerín en uno de sus poemas sobre Melville y las Encantadas, que cierran a su vez la edición del libro: una iniciativa bella, elegante y en cierto modo necesaria, pero a la que le falta un acierto más.

Sería necesario un texto diferente al que hace las veces de prólogo: una explicación más dirigida sobre las intenciones del libro, la confrontación de las visiones, posiblemente las dos culturas y sobre todo el contexto en el que tuvo lugar el viaje inicial de Darwin. De lo contario uno lo inicia algo perdido, como mareado antes del viaje.

Por cierto, hablando de las dos culturas, cuando Melville escribió Las Encantadas Darwin no había publicado aún El origen de las especies, pero su figura ya era conocida y su diario de viaje había sido –al menos para la época– un éxito de ventas. Sin embargo, esto es lo que dice Melville al final del cuadro quinto:

“Hagamos constar que solo hay tres testigos oculares que merezca la pena consignar por su vínculo con las islas Encantadas: Cowley, el Bucanero (1684); Colnet, el cazador de ballenas (1789); Porter, el capitán de navío (1813). Además de lo señalado, solo hay alusiones insignificantes y de escasa utilidad aportadas por algunos viajeros de paso o por ciertos compiladores”.

Eso es, de escasa utilidad.

Fuente: SINC